Los pingüinos chilotes de Puñihuil

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Empieza el verano y vuelven los pingüinos que les han dado una pequeña fama a los islotes situados en el litoral noroccidental de Ancud. Aunque desapercibidos para el grueso de los viajeros, visitarlos es conocer también la historia de una pequeña caleta que un día decidió cambiar su cultura pescadora a una turística.


La micro, de campo y colorida, avanza lenta. A la antigua o, mejor dicho, con ese espíritu de pueblo en que todos a bordo se conocen y donde el chofer aún es una figura respetada y querida. El vehículo no sobrepasa los 40 kilómetros por hora y se dirige a Puñihuil, el único lugar en que colonias de pingüinos Humboldt y de Magallanes pueden ser vistas anidando juntas en Chiloé y que le han dado una pequeña fama a este remoto punto sobre el Pacífico occidental de la isla grande.

El microbús sale desde Ancud, la ciudad chilota más septentrional y la primera que se encuentra tras cruzar el canal de Chacao a bordo de un ferry. Aunque no respira los aires modernistas que vive actualmente Castro, con palafitos chic y polémicos shoppings, es una urbe en la que conviene detenerse y caminar. Una parte de Ancud cuenta con ondulantes calles que dan hacia miradores al océano y en que se intercalan grandes casonas, fuertes españoles y playas de arenas rubias. Cerro abajo todo es más plano y fácil de andar. Allí se ubican la Plaza de Armas, el mercado de comidas con pailas marinas siempre a disposición y una costanera junto a la caleta de pescadores. Grandes casas de diversas arquitecturas y colores conjugan un denominador en común: están cubiertas de tejas de madera chilotas, que son únicas. Desde estas calles, específicamente desde la costanera que luego se transforma en la ruta a la playa de Lechagua -la favorita de los locales-, sale la micro rural que, a paso lento, va rumbo al monumento natural de Puñihuil.

Viajando sin prisa

Son sólo 30 kilómetros los que separan a la ciudad de los pingüinos. En la realidad, esto significa casi una hora dentro de la micro, en un trayecto que sin quererlo cabe perfecto dentro del concepto de moda del slow travel: un viaje grato y acompasado, con cero estrés y desde cuyos asientos se descubren pequeños villorrios como Quetalmahue, Teguaco o Cocotue, en los que la mayoría de los pasajeros desciende entre despedidas afectuosas.

A pocos minutos de llegar a Puñihuil, el paisaje se adentra en la costa noroccidental de la isla, que comienza a desmembrarse para convertirse en acantilados y puntiagudos islotes cercanos al litoral. No se parece a ninguna postal del Chiloé clásico. Más se asemeja a esas imágenes que muestran de las islas de Tailandia en el mar de China. Este aire asiático se disipa con los últimos bamboleos de la micro que atraviesa un río poco profundo antes de meterse en la arena negra de Puñihuil, casi como si fuera un 4x4.

El paisaje llena los ojos con una felicidad tan potente como el sol que calienta el día. Una decena de botes esperan pacientes a que lleguen los turistas que, desde 1999, se acercan a esta zona declarada Monumento Natural. Las condiciones de su flora y fauna, además del océano Pacífico, revoltoso y siempre agitado, permitieron que toda esta área fuera más protegida de los embates de la pesca indiscriminada o de las arremetidas de las empresas de salmones. Sin embargo, hace más de dos décadas fue la fundación Otway la que comenzó a manifestar la importancia de preservar el único sitio en que dos de las 17 especies de pingüinos en el mundo nidifican juntos. Un hecho que en Chile sucede sólo acá.

Pescadores reinventados

La visión de la fundación alemana Otway caló hondo en los pescadores del lugar. Acostumbrados a usar el mar como espacio de subsistencia económica y efímeras riquezas, a través de la extracción de frutos del mar, comprendieron rápidamente que la mano de su propia supervivencia iba acompañada de la preservación y cuidado de sus vecinos animales más llamativos: el pingüino de Humboldt (Spheniscus humboldti) y el de Magallanes (Spheniscus magellanicus).

Pero no son los únicos habitantes del lugar: en el propio océano coexisten nutrias marinas o "chungungos", el "huillín", el lobo de mar, marsopas espinosas y el delfín chileno. Este hábitat marino cuenta también con decenas de especies de aves como patos quetru, carancas, cormoranes y gaviotas. Un edén para la vida animal que había usado históricamente los tres islotes -Grande, Chico y Huiguape- debido a sus excelentes características para nidificar.

En 1999 fueron declaradas 8,64 hectáreas como Monumento Natural, y con ello cambió la vida de los pescadores para siempre. Eso se hace patente al conversar con los dueños de los emprendimientos turísticos que, en cómodas cabañitas frente al mar, preparan a los visitantes antes de los viajes que duran 30 minutos como mínimo. Una inducción a la seguridad durante la navegación antecede a la breve caminata hasta la orilla del mar en que una larga barcaza, dentro del agua, espera. No hay ni que mojarse los pies, una serie de ayudantes montan a los temporales tripulantes en un carrito que es empujado hasta la misma embarcación.

"Los pingüinos siempre han estado acá, o al menos eso recordamos", dice Mario, quien oficia como patrón de la nave. Con una personalidad chispeante y llena de humor, este antiguo pescador se convierte en un paciente guía que explica, con sabiduría y detalle, la rica biodiversidad existente. Toda la comunidad, finalmente, se ha convertido en los anfitriones de los más de 30 mil visitantes que llegan cada año a Puñihuil. Esta metamorfosis les ha valido importantes premios, como ser declarado el mejor destino turístico sustentable de Chile, hace seis años atrás.

Vida animal

La cosa no anda al lote en la caleta. Todo el éxito que, paso a paso, han logrado se debe a la unión y convencimiento de sus habitantes, además de capacitaciones medioambientales a los que los pescadores y sus familias han asistido. Puñihuil cuenta con un plan de manejo medioambiental que limita la capacidad de carga de visitantes máximos por día, el número de embarcaciones a motor que pueden estar en el mar en cada ocasión y la prohibición tajante y absoluta de bajar a algún humano en cualquier islote.

La vida animal lo agradece. Desde diciembre a marzo es cuando los pingüinos llegan y nidifican en absoluta paz. La observación se hace a 20 metros de distancia, en medio de un oleaje permanente, mientras los niños gritan de emoción descubriendo aves en medio de las rocas. Mario gira la embarcación para que todos los visitantes tengan la posibilidad de fotografiar y hacerse selfies con estos animales albinegros de fondo.

Las formaciones rocosas son un espectáculo en sí mismas. Toda esta costa fue formada por el complejo volcánico Ancud entre 30 a 40 millones de años atrás. Su último gran cambio sucedió durante el terremoto y tsunami del 1960 -cuyo epicentro fue Valdivia- que inundó los campos y la transformó en la actual playa desde donde zarpan los botes. Todo eso cuentan los guías durante la media hora que dura en paseo y que cuesta, en promedio, $ 7.000 por persona.

A la vuelta hay varios locales que ofrecen empanadas de queso, mariscos o centolla y postres como el küchen de murta. Todo con vista al mar y un tecito que recompone del frío viento imperante. También hay tiendas de recuerdos con coloridas poleras llenas de pingüinos e imanes para el refrigerador.

Puñihuil es de esos paseos que pasan piola, pero que provocan recuerdos felices. Es cosa de leer las críticas que tiene en Tripadvisor. No es ni siquiera necesario navegar, ya con sólo la simpleza de un paseo en micro por este litoral desconocido, sentarse en la arena y mirar esos islotes, se convierte en uno de esos tesoros viajeros que se conservan y se le comparte a la gente querida cuando se sabe que irán a Chiloé.

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