Marisa Linton: “Los revolucionarios franceses se vieron atrapados entre sus ideales y la realidad más terrenal”

Toma del Palacio de las Tullerías (1792) por Jean Duplessis-Bertaux.

La historiadora británica, junto a su colega Michel Biard, publicó Terreur!, libro que sumerge al lector en el período más trágico y sangriento de la Revolución francesa. En esta entrevista, aborda el fenómeno revolucionario y sus huellas, así como la fascinación que aún despierta y el rol de la moral y de las emociones en política.


Hay quienes se complican con la cuestión vocacional, pero no Marisa Linton (61). Ya en su época escolar, la hoy reconocida investigadora británica entabló un vínculo con la Revolución francesa (1789-1799) que no ha cejado con los años. Más bien lo contrario.

Profesor emérita de la U. de Kingston, cuenta Linton que empezó a leer sobre el tema “simplemente porque lo encontraba fascinante”. He ahí la razón, añade, por la que postuló a la universidad (“para saber más de la Revolución Francesa”). El drama, la emoción, también la política: todo eso le interesaba y no dejó de interesarle.

Este período fundacional de la modernidad en el que irrumpen los derechos humanos y la distinción entre izquierda y derecha, en el que se decretó el Año I y se creó el sistema métrico decimal, “trata de gente que intentaba construir un mundo mejor, basado en la libertad y la igualdad; que partieron con gran idealismo y optimismo respecto del futuro, y cuyo proyecto deriva finalmente en algo así como una tragedia”. La historia británica moderna, remata, “no tenía nada que me cautivara de esa manera”.

Eso sí, están los pro y los contra de ser una historiadora británica estudiando un tema “ajeno” y especialmente problemático en el mundo anglo, donde ya en 1790 Edmund Burke denunciaba las violencias revolucionarias (para no hablar de Hollywood, que rara vez ha ofrecido algún aspecto mínimamente luminoso del período). El mayor problema para un historiador no francés que estudia la Revolución, afirma la académica, “es el acceso a las fuentes y el gasto de viajar en busca de archivos, aunque esos problemas se han reducido en la era de Internet”.

El otro problema, agrega, “es convencer a los historiadores franceses de que una mujer no francesa puede decir algo que valga la pena escuchar sobre ‘su’ historia. Después de todo, tienen muchos historiadores que son excelentes”. Sin embargo, piensa que tras dedicarse al tema por más de treinta años, ahora es “más aceptada”. Prueba incontestable de lo anterior es la publicación de Terreur! La Révolution française face à ses démons (2020), obra coescrita con el connotado especialista francés Michel Biard en el que se desmonta la “leyenda antihistórica de 1793-94”, como la llama Timothy Tackett en el prefacio: el Terror, se nos plantea, no fue un “sistema” , así como su ejecución no fue solo cosa de un grupo de jacobinos enceguecidos.

Pasados más de dos siglos, ¿por qué la Revolución francesa sigue resultando tan atractiva?

La Revolución francesa es vista como un momento crucial en la historia: el momento en que se inventó un nuevo mundo polítíco. Hubo revoluciones antes, por supuesto, incluyendo la que tuvo lugar en las Islas Británicas más de un siglo antes, con la ejecución de un rey en 1649, y la instalación de una república que duró una década. Pero esa república era de naturaleza muy religiosa, y hoy nos cuesta entender mucho del pensamiento que hay tras ella… nuestras ideas han cambiado tanto. La Revolución francesa, en cambio, estableció ideas que aún resuenan sobre los derechos humanos, sobre la libertad de opinión, la justicia igualitaria para todos, y contra el derecho y privilegio hereditarios.

La “contradicción intrínseca entre identidad y realidad” que Ud. ha detectado en la política jacobina, ¿crea un patrón para las revoluciones posteriores?

Sí, en la medida en que hay un problema para los líderes revolucionarios que presentan el bien público como su única motivación: invitando al pueblo a juzgarlos, sometiendo su propia autenticidad al escrutinio público. Las revoluciones son situaciones particularmente volátiles e inestables, donde la integridad de los líderes es problemática y puede resultarles peligrosa. El “líder del pueblo” de hoy puede ser el “contrarrevolucionario” de mañana.

En el apogeo de la Revolución francesa, algunos revolucionarios vieron su propia voluntad de morir por la revolución como la forma definitiva de probar la autenticidad de su compromiso. Es un patrón que también vemos, en cierta medida, en la política no revolucionaria, pero los cambios acá se producen más lentamente, porque el contexto se mueve lentamente: los políticos se presentan de cierta manera y el público tiene que evaluar si les creen. Muchos somos cínicos respecto de nuestros políticos.

La historiadora británica Marisa Linton.

Hay quien dice que los revolucionarios pueden equivocarse, pero que la Revolución es infalible. ¿Cómo ve este halo sagrado?

La Revolución Francesa tenía un aura sagrada para sus dirigentes. El eslogan “libertad o muerte” encarnaba su voluntad de sacrificarlo todo, incluso sus propias vidas, por la causa de la libertad. Ahora, vemos esta frase en otras situaciones revolucionarias. También se usó en la Revolución Americana, por Patrick Henry, y muchas veces desde entonces. La Revolución se convierte en algo más grande que uno mismo: una causa justa por la que estás dispuesto a sacrificar tu propia vida, pero también las vidas de otros.

Política, moral, virtud

Con los años, Linton se ha ido especializando en una variedad de aspectos del convulsionado período revolucionario francés: el terror legalizado de 1793-94 es un tema, así como las personalidades de los grandes dirigentes, pero tanto los temas como las aproximaciones se multiplican en la autora de The Politics of Virtue in Enlightenment France (2001) y Choosing Terror (2013): el papel de las emociones, sobre todo el miedo y el fervor patriótico; el rol de las ideas de virtud, el vicio y la corrupción en la construcción de la identidad política; lo conspirativo en la toma de decisiones; el rol político de las relaciones personales, incluida la lealtad y la amistad, así como las dinámicas de género.

Algunos de estos ítemes resultan hoy más cercanos que otros, pero en todos los casos el riesgo del anacronismo está presente, tal como la necesidad de que el pasado nos dé elementos que en algo iluminen el tiempo que vivimos.

“Los jacobinos veían la política en términos morales”, escribe usted en Choosing Terror: como un ejercicio “fundado en la virtud”. ¿Qué piensa de la moral como una forma de reemplazar -o redefinir- la política, en la Revolución Francesa y después?

Para los revolucionarios franceses, la moral era inherente a la política. Cualquiera que ambicionara un cargo público era por definición indigno de él, porque sus motivos eran sospechosos. Robespierre llegó a ser conocido como “El incorruptible”, un código moral muy difícil de cumplir, tanto entonces como ahora. Esta idea de una política moral sigue siendo muy importante: no usamos mucho la palabra “virtud”, pero hablamos de “integridad” y de “corrupción”. Casi invariablemente, los políticos contemporáneos dirán que entraron en la política porque estaban interesados en el servicio público, o para “marcar una diferencia”. Pero el público contemporáneo es más cínico, más acostumbrado a las realidades políticas de lo que era en la época de la Revolución francesa, cuando la política democrática era una institución nueva.

Hemos desarrollado reglas y códigos de comportamiento político, pero con demasiada frecuencia hemos visto a los políticos ignorarlos. La negativa de Trump a confesar sus intereses comerciales y los de su familia, junto a su persistente negativa a revelar sus declaraciones de impuestos, son ejemplos de las dificultades que plantea el control del comportamiento real de los políticos, incluso en los EE.UU., frecuentemente considerados, al menos hasta la época de Trump, como una democracia “bien establecida”.

¿Cómo hicieron los revolucionaros franceses para “no ser políticos”, para hacer política sin adherir a la política partidaria, entendida como ambiciosa y egoísta?

Ser un político virtuoso significaba actuar sólo en función del interés público. Era un ideal elevado, difícil de cumplir. El nuevo régimen revolucionario no tenía lugar para la oposición legítima: los revolucionarios rechazaron la idea de tener partidos políticos porque pensaban que sus militantes promoverían los intereses partidarios en lugar de dedicarse al bien público. Miraron el Parlamento británico e identificaron, con razón, sus nacientes partidos como corruptos, propensos a la ambición y al “amiguismo”.

Los revolucionarios franceses querían crear una forma mejor y más altruista de política, y buscaron en la historia clásica ejemplos de los más altos ideales políticos. Pero se encontraban en una situación problemática, atrapados entre sus ideales políticos y la realidad más terrenal. Debían presentarse como personas virtuosas, es decir, incorruptibles, ajenas a la ambición personal, dignas de que se les confiaran fondos públicos, y ocurría que muchos, aunque comprometidos con el éxito de la revolución, también esperaban beneficiarse de esa dedicación.

El Antiguo Régimen se había basado en el privilegio hereditario: había bloqueado sistemáticamente a los plebeyos con talento de muchos de los caminos del progreso social. La Revolución subvirtió todo eso y sin embargo se convirtió, en sí misma, en una vía para hacer carrera, ofreciendo oportunidades a quienes la servían para enriquecerse, aumentar su poder y empujar las ambiciones de amigos y familiares.

Hay una desconexión con las lealtades que se predican…

Y esta desconexión ayudó a poner en gran peligro la situación de los revolucionarios en el período que llamo [en Choosing Terror] el “terror de los políticos”, entre 1793 y 1794. Sobre los propios políticos recayeron sospechas de no ser plenamente virtuosos ni honestos respecto de sus ambiciones. La política se volvió muy volátil y peligrosa para sus participantes. La nueva república era frágil y la situación era tumultuosa, en un contexto en el que Francia estaba en guerra con adversarios externos e internos y bajo la amenaza de las principales potencias de Europa Occidental.

Los revolucionarios de Convención Nacional empezaron a sospechar entre sí, a desconfiar de los motivos del resto. Muchos miembros de la Convención fueron ejecutados como “traidores” durante el período conocido como “El Terror”, y muchos más purgaron tiempo en prisión. La tasa de mortalidad entre los líderes políticos fue extremadamente alta. Para los que sobrevivieron, fue una experiencia amarga y desilusionante.

¿Qué lugar ocupan emociones como el entusiasmo y el miedo en sus objetos de estudio?

Los historiadores somos cada vez más conscientes de que las revoluciones no tratan sólo de ideología y de teoría, aun si ellas ciertamente importan. También debemos tener en cuenta el impacto de la experiencia emocional: cómo se vivió la Revolución. Una revolución es una experiencia profundamente emocional, y los líderes de la Revolución francesa estaban sujetos a fuertes emociones. Se vieron atrapados en el drama y la velocidad de los acontecimientos, tratando de luchar contra los enemigos externos e internos, sabiendo también que su propio bienestar, su éxito o fracaso –y, cada vez más, sus propias vidas- estaban en juego.

Ser un revolucionario requiere un profundo nivel de compromiso, y eso viene tanto del corazón como de la cabeza. Hubo emociones positivas: fervor y entusiasmo, un mayor sentido de fusión, un sentido de que las personas estaban unidas, con un objetivo y un propósito comunes. Pero las emociones más negativas también jugaron un papel importante. Hay que establecer hasta qué punto el miedo por la sobrevivencia de la Revolución, pero también por las propias vidas, las de amigos y familias, tuvo un rol en las decisiones adoptadas. El miedo hizo que los revolucionarios se inclinaran a dar crédito a la idea extendida de una conspiración entre las potencias opuestas a la Revolución y algunos revolucionarios supuestamente “vendidos” en secreto a la monarquía y a las potencias extranjeras: el “enemigo interior”. Y también hizo que los revolucionarios fueran despiadados con sus enemigos.

¿Cómo se vinculan las emociones con la liberación de fuerzas (y sentimientos) inmanejables?

Aunque los revolucionarios tienen creencias intelectuales y posiciones racionales, también tienen compromisos emocionales. La Revolución francesa partió con un espíritu de ciudadanía internacional y de fraternidad, superando las diferencias nacionales, religiosas o culturales. Pero más tarde, en particular tras estallar la guerra con las potencias extranjeras, la guerra civil en la Vendée, y las revueltas en otras partes de Francia, la gente tomó partido, y se atrincheró en sus posiciones.

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