Columna de Rodrigo González: La Ballena: la redención de un gigante

(A24 via AP)

Se trata de una película irregular, pero la actuación de Brendan Fraser contagia tal nivel de empatía, gentileza e intensidad que a la larga todo se redime.



Recluido en una casa mal iluminada y atiborrada de libros, Charlie (Brendan Fraser) sólo encuentra cierta satisfacción vital al impartir clases online de literatura. Su sobrepeso lo abruma en todos los sentidos posibles y él no hace nada por mitigar los inconvenientes. Por el contrario, se alimenta en forma autodestructiva. Para no distraer a sus alumnos con su aspecto de obeso mórbido, tiene apagada la cámara del notebook, por lo que su casillero en la pantalla siempre está en negro. Se excusa diciendo que el aparato está descompuesto, pero nadie le cree demasiado. Charlie se disculpa.

En La ballena, que acaba de pre-estrenarse por ocho días en cines antes de ingresar definitivamente el próximo 2 de marzo, las disculpas de Charlie no son un dato menor. Por el contrario, van puntuando todas sus interacciones. Representan la angustia de una persona atrapada en el autodesprecio y, sobre todo, nos dan cuenta de un temperamento que puede redimirse por su innata nobleza.

¿Pero cómo es que este hombre ha llegado a convertirse en lo que es? ¿En qué momento su vida se salió de la ruta y su cuerpo se transformó en el basurero cada vez más grande de sus sufrimientos? De eso nos enteramos a medida que la casa de Charlie empieza a acoger los personajes secundarios. Rara vez la acción sale de aquella locación y, en ese sentido, la película de Darren Aronofsky no oculta en absoluto su origen a partir de una obra de teatro.

Primero entra Liz (Hong Chau), la atribulada enfermera que cuida las alzas de presión del profesor y busca sedar sus impulsos frenéticos por comer. Luego llega Ellie (Sadie Sink), la irascible hija adolescente que no perdona a su padre por haber abandonado el hogar, tras enamorarse de uno de sus alumnos. También aparecerá su esposa Mary (Samantha Morton), quien ha soportado apenas la desolación familiar.

A estas alturas la película es bastante parecida a una sesión de tortura moral para el pobre Charlie. Probablemente fue un mal padre, pero al menos nunca dejó de mandar el dinero a casa. Se enredó afectivamente y salió del clóset, pero nos enteramos que aquel estudiante ya murió y el profesor ahoga el duelo consumiendo bolsas de doritos, barras de chocolates y pizzas a la puerta de la casa.

El director Darren Aronofsky siempre ha tendido al exceso, pero de alguna manera perfeccionó aquel arte del énfasis a través de los años, alcanzando sus mejores momentos en El cisne negro (2010), con Natalie Portman, y El luchador (2008), con Mickey Rourke. La ballena es la evidente hermana de ésta última y en vez de los lúgubres clubes de lucha libre de Nueva Jersey, el escenario es una triste casa en medio de la nada en el estado de Idaho. Ambos protagonistas buscan reconectar con su hija antes de que la enfermedad acabe con sus vidas.

Hay algo de cristianismo primigenio en aquella búsqueda de la absolución y las escenas finales de La ballena nos dan una gran pista al respecto. Se trata de una película irregular, pero la actuación de Brendan Fraser contagia tal nivel de empatía, gentileza e intensidad que a la larga todo se redime. Un poco de la misma manera que la vida imperfecta de Charlie.

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