Columna de Rodrigo González: El Triángulo de la Tristeza, súper ricos en la hoguera

Desmesurada y desequilibrada, El triángulo de la tristeza quiere provocar enviando a los ricos, bellos y famosos a la guillotina. Lo logra, divierte no pocas veces, pero es probable que en un par de días uno se olvide de todo.



Una pareja joven, moderna y atractiva discute en un restaurante de lujo sobre quién debe pagar la cuenta. Él dice estar aburrido de actuar bajo los cánones del macho alfa y la conmina a que cancele el servicio. Ella, muy contrariada, le replica que su apreciación es algo descarada, pues rara vez él corre con los gastos. El muchacho le responde que es normal, pues gana menos dinero en la agencia de modelaje masculina. La chica, que también es modelo, tiene una remuneración bastante más alta y, por si fuera poco, es influencer, con seguidores de sobra y muchos canjes de empresas a su favor.

La discusión entre los jóvenes y alocados Yaya (Charlbi Dean) y Carl (Harris Dickinson) se extiende durante unos 15 minutos y termina con él golpeando la puerta del ascensor del hotel, gritando desaforadamente en los pasillos y sumido en la ignominia de haberse comportado como un verdadero idiota. Ese es un esbozo de la primera parte (son tres) de El triángulo de la tristeza (2022), la película que ganó el Festival de Cannes el año pasado, ya disponible en Prime Video, y donde Yaya y Carl luego serán personajes laterales de una gran galería de freaks aún más trastornados. Además, serán los más pobres.

La película del sueco Ruben Östlund es un eterno grand guignol sobre la vida loca de aquel porcentaje de la población conocido como los súper ricos, el 0,01 % de los habitantes de la Tierra. Y, como suele pasar con las representaciones de los millonarios, no hay mejor escenario posible que los yates, los transatlánticos y las islas paradisíacas.

Lo que hace Östlund aquí es algo así como descuartizar a sus personajes y exponer sus miserias al desnudo cuál carnicero o matarife con machete en mano. La sutileza no es el negocio del realizador sueco, que ya en la anterior The square (2017) había disectado el microcosmos de las instalaciones de arte. Con esa película también ganó Cannes y postuló al Oscar Internacional. En esta ocasión, Hollywood le dio más crédito y El triángulo de la tristeza está nominada a tres estatuillas, entre ellas Mejor Película y Mejor Guión.

No es de extrañar: el universo rutilante de las premiaciones y los festivales clase A, donde el lujo a destajo y la belleza física campean, sintoniza con los potentados asiduos a los yates.

La galería de tipos humanos de este filme tiene varios aciertos: hay un oligarca ruso admirador de Reagan y Margaret Thatcher que se hizo millonario vendiendo fertilizantes (“I sell shit”, es su carta de presentación), un capitán de barco borracho y de inclinaciones comunistas a cargo de Woody Harrelson, una encantadora pareja de viejecitos británicos que venden armas, una señora alemana que sufrió un accidente cerebral y sólo sabe decir “In der wolken”, es decir “En las nubes”.

Desmesurada y desequilibrada, El triángulo de la tristeza quiere provocar enviando a los ricos, bellos y famosos a la guillotina. Lo logra, divierte no pocas veces, pero es probable que en un par de días uno se olvide de todo. Después de todo, esta operación ya la hicieron La Dolce Vita (1959) y El discreto encanto de la burguesía (1972), pero con bisturí y anestesia.

Comenta

Por favor, inicia sesión en La Tercera para acceder a los comentarios.