
Mal de la cabeza: un relato de Jaime Bayly
El peluquero cubano sorteó la prueba: me cortó el pelo y lo dejó más largo. Yo quedé encantado. Mi esposa se rio de buena gana y me dijo que el peinado era francamente ridículo.

Tenía el pelo tan largo que, haciendo el amor con mi esposa, no la veía. Una suerte de sombrilla hecha no de paja, sino de cabello castaño liso, caía sobre mi rostro, cubría mis ojos y se agitaba conmigo como un parasol que fuese a salir volando. Si quería besar a mi esposa, tenía que hacer una pausa y retirarme el pelo de la cara.
-Ya vengo -le dije, interrumpiendo bruscamente la ceremonia del amor, entorpecida por mi melena impertinente.
Enseguida caminé al vestidor, me puse un gorro marrón y regresé a la cama con ínfulas de atleta. Mi esposa, al verme, soltó una carcajada.
-Sácate eso -me dijo-. Te ves ridículo. Así no te puedo coger.
No me quedó más remedio que obedecerla y seguir amándola con una visión muy limitada de su belleza.
-Tienes que cortarte el pelo -dijo ella-. Y las cejas de hombre lobo -añadió.
Por llevar el pelo tan largo, también sufría en mi programa de televisión. La suerte es que casi nadie lo veía, salvo tres personas en el control maestro. Pero tenía el cerquillo tan poblado que caía como una palmera lánguida, mortecina, amarillenta, cubriéndome un ojo miope y medio rostro rechoncho. Yo trataba de acomodarme el flequillo cada dos minutos. Era en vano. A pesar de mis esfuerzos, el cabello lucía largo, excesivo, desmesurado. Aunque trataba de decir cosas sensatas, mi corte de pelo me denunciaba como un sujeto que, literalmente, estaba mal de la cabeza.
Yo siempre estuve mal de la cabeza. De niño, mi padre me llevaba a la peluquería y ordenaba que me hicieran un corte militar. Naturalmente, en el colegio se burlaban de mí. Nadie tenía menos onda que yo. Mi padre afirmaba que los hombres pelucones, melenudos, eran todos homosexuales. Yo no estaba tan seguro de que era homosexual, pero de todos modos quería ser pelucón. Mi padre murió hace veinte años y yo sigo tratando de ser pelucón, melenudo. El detalle es que ya tengo sesenta años. Sospecho que hago el ridículo. Además, mi esposa insiste en que, si me cortan el pelo, me veo más joven. Con su habitual franqueza, me dijo la otra tarde:
-Si no te cortas el pelo, olvídate de tirar conmigo. No puedo coger con un espantapájaros.
Llevaba tres meses sin cortarme el pelo. Me lo había cortado por última vez un señor cubano, muy correcto, al que le dije:
-Córtame el pelo, pero que no se note. Córtame el pelo, pero que quede más largo de lo que está, no sé si me explico.
No me expliqué bien. El peluquero me cortó el pelo superficialmente, temeroso de contrariarme. En realidad, me cortó las cejas, las patillas y las leves ondulaciones detrás de mi cabeza, pero evitó tocar el flequillo exuberante de la discordia que salió invicto de aquel trance y siguió expandiéndose como una hiedra trepadora sobre mi frente marchita. El peluquero cubano sorteó la prueba: me cortó el pelo y lo dejó más largo. Yo quedé encantado. Mi esposa se rio de buena gana y me dijo que el peinado era francamente ridículo.
-Puede ser -le dije-. Pero si el público solo presta atención a mi pelo, y no a lo que estoy diciendo, es que algo está mal en el programa -añadí, dándome aires de importancia.
-Nadie te ve en televisión -dijo mi esposa.
-Pero me ven en nuestro canal de YouTube -me defendí-. Tenemos un millón de suscriptores -me pavoneé-. Imagínate si les cobramos un dólar al mes por suscripción -soñé-. Nos haríamos jodidamente ricos -deliré.
-No -dijo ella-. Nadie pagaría por verte. Sería un fiasco total.
Como mi pelo es una fuente de conflicto con mi esposa, mi madre y mis hijas, y dado que me nubla la visión y me impide ver con nitidez, prefiero usar una colección de sombreros y gorras cuando grabamos los videos en casa, lo que me permite encubrir la melena y en cierto modo ordenarla, evitando las críticas de mi mujer y del público más exigente.
-Deberías salir con sombrero en televisión -me sugiere mi esposa.
A mi padre se le caía el pelo cuando yo era un niño. No le gustaba usar champú. Se lavaba el pelo con jabón de manos. Decía que el champú era para las mujeres y los pelucones, o sea para las mujeres y los homosexuales. A escondidas de él, yo usaba el champú de mi madre. Por suerte, todavía no se me ha caído el pelo. A mis hermanos les queda menos pelo que a mí. Debe de ser que trabajan más que yo, o que trabajan y yo no. Yo duermo doce horas al día, ¿cómo se me va a caer el pelo, si estoy durmiendo? Nadie se queda calvo durmiendo. Mi padre murió calvo a los setenta años porque dormía poco y vivía estresado. Yo no quiero morir así. Si muero en diez años, quiero morir pelucón, melenudo, y que a mi esposa le entreguen no mis cenizas, sino mechones de mi pelo.
Cuando entré a la universidad con diecisiete años cumplidos, me cortaron todo el pelo, me lo raparon como si fuese presidiario. Curiosamente, era una tradición bárbara en aquella ciudad, una manera espantosa de celebrar un buen resultado en los exámenes de ingreso. No debí permitir que me cortasen el pelo al rape. Había entrado a una casa de estudios, no a un cuartel o una escuela militar. No tenía sentido rasurarnos y pelarnos el cabello a coco a quienes habíamos ingresado a la universidad, habría tenido más sentido rapar como castigo a los que habían fracasado en el examen. Pero nada en esa ciudad tenía sentido. Por eso me marché. Ahora vivo en una isla y puedo usar el pelo muy largo, tan largo como si fuera una mujer.
El problema es que, si el pelo largo y lacio no me deja ver a mi esposa cuando hacemos el amor, y ella se burla de mí, interrumpiendo la ceremonia del amor, entonces termino lamentando las consecuencias indeseadas de mi terca rebeldía capilar. Por eso no me ha quedado más remedio que pasar por la peluquería de Trinidad, la francesa, la mejor peinadora del vecindario. Llevaba medio año sin visitarla. Al ver mi pelo greñudo y desaseado, se ha reído de buena gana. Yo la adoro. Es una artista. Nunca falla.
-Haz lo que quieras con mi pelo -le he dicho.
-Te voy a quitar diez años de encima -me ha prometido.
Luego hemos hablado de nuestros viajes cercanos: ella irá pronto a un crucero en Alaska, nosotros a Los Ángeles, Palm Springs, San Francisco y Palo Alto. Trinidad es una estrella en la isla. Las señoras ricas se cortan el pelo con ella. Lleva diecisiete años triunfando en grande. Le ha tomado apenas media hora hacerme un corte perfecto: no muy corto, no muy largo. Al final, me ha peinado echando el cabello hacia atrás, como a mi madre le gusta que me peinen, y me ha sugerido que me peine así para salir en el programa de televisión.
-Voy a pensarlo -le he prometido.
Pero no estoy dispuesto a peinarme con aerosol, así que mi pelo seguirá cayendo como cae naturalmente, como caen las hojas secas en otoño, solo que, al estar bien recortado, no me impedirá advertir lo que tengo frente a mis narices. Al verme, mi esposa y mi hija han aprobado el corte:
-Te ves más joven.
-Y menos gordo.
Ya no tendré que ponerme un gorro para hacer el amor con mi esposa. Podré besarla sin que mi sombrilla de pelo exuberante se interponga entre nosotros. Podré decirle que es una diosa, que la amo, sin enredarme con unos pelos canosos, caídos sobre mi lengua inquieta. A Trinidad le quedé debiendo el corte: le prometí que le pagaría con menciones publicitarias en mi programa de televisión, una prueba más de que estoy mal de la cabeza.
COMENTARIOS
Para comentar este artículo debes ser suscriptor.
Lo Último
Lo más leído
1.
2.
4.
¿Vas a seguir leyendo a medias?
NUEVO PLAN DIGITAL $1.990/mesTodo el contenido, sin restricciones SUSCRÍBETE