Una mujer capturada y unos indígenas degollados: la historia de la destrucción de Santiago un 11 de septiembre
Ocho meses después de la fundación de la primera ciudad en el país, fue arrasada tras un levantamiento indígena liderado por Michimalonko. Buscaron expulsar de una vez a los castellanos. Estos se defendieron con valor pero no lograron evitar el desastre.
Apenas podía mantenerse en pie, pero cuando arribó a Santiago del Nuevo extremo, Gonzalo de los Ríos se las arregló para llegar hasta la casa del gobernador Pedro de Valdivia. Malherido, el castellano le soltó al capitán una noticia terrible. “¡Los indios se han sublevado!“.
De los Ríos se refería a los picunches forzados a trabajar en los lavaderos de oro de Marga Marga y a los que servían en la construcción de un bergantín en un incipiente astillero en la desembocadura del río Aconcagua. Hartos de los maltratos, se las habían ingeniado para atacar a los españoles.
“Provocando la codicia de los castellanos con la presentación de una olla llena de oro en polvo, los astutos indios los atrajeron a una emboscada, y cayendo de improviso sobre ellos, los mataron despiadadamente, así como a los caballos de los soldados”, apunta Diego Barros Arana en su tradicional Historia General de Chile. Solo De los Ríos y un esclavo negro lograron sobrevivir.
Tras recabar algo más de información, Valdivia se enteró que la rebelión se extendía hacia el valle del Mapocho e incluso hacia la zona sur. Era un alzamiento general. Los aborígenes, liderados por uno de los señores del valle de Aconcagua, Michimalonko, estaban decididos a expulsar a los castellanos de una vez.
Hombre de acción, Valdivia decidió tomar algunas medidas. “Redobló su diligencia con el propósito de encerrar en la ciudad las provisiones que se pudieron quitar a los indígenas de las inmediaciones, y mandó traer a todos los jefes o caciques de estas localidades, pensando asegurar así la neutralidad o el desarme de sus tribus respectivas”, detalla Barros Arana.
Pedro de Valdivia junto a sus compañeros habían fundado la ciudad el 12 de febrero de 1541. No tardaron en entrar en conflicto con parte de la población indígena. Tras imponerse de los detalles de la rebelión y retener en Santiago a algunos jefes locales, se dio cuenta de que la rebelión era efectivamente a gran escala.
Como se vio en peligro, y echando mano a su experiencia militar, Valdivia decidió pasar a la ofensiva. Juntó a una tropa de 90 hombres y se apuró en salir de la ciudad, rumbo al sur, al valle del Cachapoal, para deshacer la agrupación de los indígenas. Para el resguardo de Santiago, dejó al mando a uno de sus hombres de confianza, Alonso de Monroy, solo con 20 hombres y 30 jinetes.
Aunque la prudencia aconsejaba no dividir a su escasa fuerza, la intuición de Valdivia no fallaba. Los indígenas efectivamente se estaban agrupando para dejarse caer sobre la ciudad. A los del señorío de Aconcagua se les sumaban los del valle del Mapocho.
“Para efectuarlo concertaron que se ayuntasen por provincias y que se diesen avisos a los que convenía darse -escribió el cronista Gerónimo de Bibar- . Fueron luego ayuntados diez mill yndios en el valle de Anconcagua del mesmo valle y de los más cercanos, a la boz del cacique Michimalongo, ansy mesmo por parte del cacique Quilicantao Y ayuntaronse más codos los yndios del valle de Mapocho , y Otros que llaman los picones, que son los que agora se dizen pormocaes, como adelante dire por qué se llamaron picones y pormocaes, que heran todos diez y seys mill yndios [sic]”.
El asalto y destrucción de Santiago
Monroy no perdió el tiempo, y consciente de lo escasa de su tropa, reforzó como pudo las defensas de la ciudad y ordenó una vigilancia permanente. Fue en la madrugada del domingo 11 de septiembre de 1541, poco antes del amanecer, cuando un centinela gritó la alarma. Los castellanos corrieron a buscar sus armas y se prepararon para la lucha.
Los picunches, liderados por Michimalonko, asaltaron con brío la ciudad aprovechando la oscuridad. “Los españoles combatían bajo las peores condiciones, sin conocer el número de sus enemigos y sin poder distinguir los movimientos que estos hacían de un punto a otro. Los indios se parapetaban detrás de las palizadas que cerraban los solares de la ciudad, y desde allí dirigían lluvias de flechas y de piedras sin ser ofendidos por las balas de los castellanos”, detalla Barros Arana.
La lucha fue feroz. Los aborígenes atacaron la ciudad por todos los flancos y no demoraron en prender fuego a las palizadas y las casas que los castellanos habían levantado con madera y paja. Pronto comenzaron a entrar a tropeles en Santiago y amenazaban con destruirla hasta los cimientos.
En su célebre Historia general del Reyno de Chile: Flandes indiano, el sacerdote jesuita Diego de Rosales detalló los pormenores del ataque. “Los españoles, a la vocería, subiendo a caballo y tomando cada uno su puesto, acometieron con gran valor con la luz del incendio de las casas, con la cual flechaban los indios con tiro cierto (...) estaban las calles tan llenas de enemigos que los caballos no los podían romper, y así se sustentaban los unos y los otros, dando y recibiendo crueles golpes”.
El padre Rosales agrega que los indígenas en un momento lograron capturar a Inés de Suárez, la compañera de Valdivia y la única mujer española en el lugar. “Los indios, discurriendo por las casas desamparadas de sus dueños, cogieron a doña Ines Juarez, que huiendo [sic] de las llamas salió con presteza de su casa que se abrasaba; mas, viéndola los españoles en poder del contrario, teniendo por caso de menos valer que el enemigo le llebase una española que tenían, arrestándose a recobrarla [sic]”. Fue rescatada por los mismos castellanos momentos después.
Luego viene un episodio que no está totalmente aclarado y se ha vuelto legendario con el paso de los siglos. Como los españoles notaron el empeño de los indígenas en liberar a los jefes que estaban prisioneros, decidieron ejecutarlos sin más. Según Barros Arana, esa fue una idea que sugirió Inés de Suárez, pero el padre Rosales asegura que fue una orden de Monroy.
Como los castellanos estaban ocupados tratando de salvarse a ellos y a la ciudad, no habían procedido a ejecutar a los lonkos. Fue entonces que Inés de Suárez tomó una espada y se acercó al lugar donde estaban retenidos. “Y con extraño valor y varonil esfuerzo los fue matando a estocadas, uno a uno, sin dexar prisionero que muriese a sus manos, y haciéndoles cortar a todos las cabeza [sic]”, apunta el Padre Rosales.
Luego, la misma Inés de Suárez hizo lanzar las cabezas de los malogrados jefes a los atacantes. “Se cuenta que las cabezas ensangrentadas de esos infelices lanzadas a los enemigos, produjeron entre ellos el espanto y el terror. Los contemporáneos referían que este acto de desesperación decidió la retirada de los indigenas”, apunta Barros Arana.
Fue entonces que los defensores aprovecharon el momento con una carga a caballo, dispersando a los atacantes. La ciudad estaba arrasada y quemada. Poco después, dos emisarios enviados por Monroy comunicaron la noticia del desastre a Valdivia. El capitán volvió a la ciudad y ordenó sin más la reconstrucción inmediata.
Según Barros Arana, en ese aciago 11 de septiembre solo murieron 4 españoles, pero casi todos resultaron heridos. En el fragor de la batalla, además, perdieron a una veintena de sus caballos, disminuyendo su capacidad de combate. Peor aún, el incendio de la ciudad los dejó con lo puesto, incluso resultaron destruidos los libros con las actas del Cabildo y solo pudieron salvar unos pocos animales domésticos.
Con el paso de los días Valdivia mismo encabezó la reconstrucción y envió a Alonso de Monroy en busca de auxilio y recursos al Perú. Pero los meses siguientes fueron de frugalidad absoluta. “El cristiano que alcanzaba cincuenta granos de maíz cada día no se tenia en poco -detalló en su peculiar estilo en una de sus cartas dirigidas al emperador Carlos V-; y el que tenia un puño de trigo no lo molía para sacar el salvado. Y de esta suerte hemos vivido”.
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