Columna de Ascanio Cavallo: El año de la arquiatría



Cuando haya pasado ya mucho tiempo, cuando se haya creado la distancia para decir “aquella vez”, quizás se recuerde al “año de Nuestro Señor Jesucristo 2020” como aquel en que la humanidad fue sometida al más extraordinario experimento social jamás intentado: la autoreclusión voluntaria. Por un momento hay que dejar de lado la motivación –un virus- para enfrentarse al hecho de que ninguno de los regímenes totalitarios del siglo XX se permitió semejante audacia. Si ahora ha sido posible, quizás sea porque la especie está entrando en otra fase, algo sobre lo cual hay más especulación que conocimiento.

El sentido común dice que esto no podrá aguantar mucho tiempo. Por lo menos, no aguantará sin que por las costuras aflore la única solución que el ser humano conoce para la tensión que no soporta, la violencia. Y en el supuesto benevolente de que aun así tolere un tiempo más, no resistirá el espectáculo de una economía arrasada como pudo estar la de Alemania en 1945.

El debate mundial acerca de la pertinencia de la parálisis planetaria no ha cesado. Si es verdad que los seres humanos son gregarios por definición, no podría cesar. Esa condición tan principal, está cancelada por una fuerza mayor con la única explicación de que no se conoce otro modo de evitar el contagio. Pero este argumento es más metafísico que científico: lo que se demuestra en condiciones extremas y sin alternativas resultará siempre demostrado.

Es una verdadera fortuna que antes de perder su empleo y su comida la gente acepte creerle a la comunidad médico-científica, aun sabiendo que no es pequeña la parte de esta comunidad que juega al aprendiz de brujo y experimenta con más peligros de los que puede curar. Hay una valorización nueva de la vida que no existía hasta cualquier guerra reciente, y la novedad es que está pasando por encima de Trump, Xi Jingping, Putin y los ayatolas.

Pero la situación de hoy es una verdadera arquiatría, que el filósofo Peter Sloterdijk define como “jefatura médica”. Sloterdijk también recuerda que, debido a que el médico “tiene que proteger su corazón de las numerosas penalidades de su profesión”, el pueblo le ha concedido por siglos un derecho al humor negro e incluso a “una pizca de grosería cínica que no le hubiera tolerado a ningún otro”. Esa tolerancia persiste, aunque fue dañada con la aparición del médico gélido, parametrizado, sin humor: ese que con arrogancia fascista no disimula su regusto por la extinción de unos cuantos seres humanos, sea en el Dachau nazi o en el Gulag comunista.

También está dañada por la sospecha política, un bacilo que es coherente con la obligación de la distancia social. Como la política también está suspendida, a sus actores sólo les queda acumular puntos para alguna batalla futura, mientras dejan que los gobiernos se cocinen en el caldo de la crisis. Todas las oposiciones del mundo –empezando por EE.UU.- están proponiendo medidas más audaces, más gasto de los estados y más formas de confinamiento. No faltan, en ningún país, los que quieren cerrar sus pequeños feudos para que no entren los leprosos del siglo XXI. Algún día se estudiará la forma en que la pandemia estandarizó las conductas políticas.

La arquiatría no podrá durar, no tanto porque la gente se hastíe del encierro, ni siquiera porque el futuro económico de una generación está siendo devastado, sino porque no se podrá sostener en la única respuesta, muy parecida a una fe, de la distancia social. Giorgio Agamben, uno de los pocos intelectuales italianos que se ha mantenido escéptico, ha notado que el debate médico se parece demasiado a las discusiones teológicas típicas de tiempos convulsionados. Hay un momento en que el reporte diario de contagiados y muertos se volverá inaudible. Y habrá un momento en que se sepa qué ha sido esto, la “inteligencia” viral mutando de puro astuta o la inteligencia científica jugando al brujo.

La conclusión (provisoria) más pesimista es que se ha puesto en marcha una nueva herramienta de control masivo, en cronométrico arreglo con esa otra herramienta que son los sistemas digitales. La más optimista es que quizás, al final de todo, se haya encontrado un nuevo camino de autodomesticación colectiva que crearía inmensas posibilidades para enfrentar necesidades diferentes, como la reducción de las especies en peligro o la propia destrucción del planeta.

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