Columna de Paula Escobar: Quemando juguetes



Mucha empatía gatillaron las imágenes de desesperados afganos intentando subirse a un avión para escapar. O las de adultos y niños sirios ahogados en su ruta hacia Europa. O de policías norteamericanos a caballo, arriando como ganado a migrantes haitianos que intentaban cruzar la frontera mexicana.

Pero cuando esos migrantes desesperados están en la plaza o playa de la esquina, la empatía se comienza a esfumar. Y la imagen de esa disociación son los juguetes quemados en Iquique.

Y no culpemos solo a quienes prendieron el fósforo, porque esos fuegos se avivan con varios combustibles. Primero, por la narrativa instalada (globalmente) de que los inmigrantes les quitan espacios, recursos y derechos a los nacionales. Son discursos que hacen carne en corrientes de ultraderecha, que explican a las clases medias -tensionadas por la globalización, la automatización y las apreturas fiscales- que su precario nivel de vida se debe a “ellos”. A que les han quitado su cupo en la fila. Proponen, entonces, muros, mano dura, vigilancia y castigos. O también zanjas, como planteó José Antonio Kast este verano.

Dentro de esa lógica también se pueden mirar las performáticas expulsiones del gobierno. Los overoles blancos, subidos a aviones de madrugada. Con imaginería tipo Guantánamo, esas expulsiones confirman los prejuicios de quienes ya tienen sesgos contra los migrantes: son seres peligrosos que deben ser excluidos.

Poco importa que las cifras muestren otras realidades. El 74% de los inmigrantes tiene entre 20 y 50 años, trabajan, pagan impuestos (IVA al menos) y no generan grandes gastos al Estado en salud y educación. Y reciben peores salarios, pues muchos viven en la informalidad; chilenos inmorales se aprovechan de eso para no pagarles ni vacaciones ni salud ni ningún beneficio social.

Otro combustible que alimenta esa hoguera es el clasismo y racismo de Chile. Testimonios de haitianos en la frontera de Estados Unidos, y que venían de Chile, lo reafirman. Por último, el individualismo tan arraigado en Chile juega su papel en esta hoguera. Aun cuando quizás muchas de las personas que quemaron juguetes en otros momentos pueden sentirse ahogadas por el sistema en que “cada uno se rasca con sus propias uñas”, es un modo de vida que ha calado hondo.

Las sociedades contemporáneas -afectadas por la globalización y el cambio climático, que agravará aún más las migraciones- no pueden salir adelante sin restaurar un sentido de lo común, del bien común. Como dice Michael Sandel, las sociedades de ganadores y perdedores, donde los primeros no sienten que tienen que hacerse cargo para nada de los segundos, y asumen que no le deben nada a nadie, simplemente no son ni justas ni sustentables. Y estos migrantes son la cara misma de quienes han perdido en este juego cruel.

¿Cómo salir de este atolladero? Primero, es esencial hacerse cargo de quienes ya están acá y deambulan sin agua, techo ni comida. No se trata de buenismo ni de utopismo irresponsable. Se trata de comprender que los mínimos civilizatorios deben incluir a quienes están en nuestras fronteras y no dejar la situación humanitaria entregada a su propio devenir. Dejar adultos y niños sin comida ni agua ni techo simplemente no es aceptable, no hay contexto que lo explique.

Luego, hay que buscar coherencia y no disociación entre la política exterior y la política migratoria. Si Chile es uno de los países que más condenan el régimen dictatorial de Maduro, no se comprende que sea de los que menos recibe y peor los trata. Este es el equivalente de la crisis siria en nuestro continente: tres de cada cuatro venezolanos viven en extrema pobreza y cinco millones están en otros países de Latinoamérica. El país que más ha recibido es Brasil y luego Colombia (1,5 y un millón cada uno). A Chile han llegado 500 mil. No somos el primer destino, ni mucho menos, y a varios los han mandado de vuelta con overoles blancos y sin compasión. Las visas de responsabilidad democrática solo se le ha concedido a un 14%. Y luego se preguntan por qué migran desde el desierto.

Por último, es de la mayor relevancia no transformar esto en un tema de campaña. No avivar -desde la derecha, especialmente la derecha de José Antonio Kast- la llama de quienes sienten esa rabia por sus plazas y espacios ocupados, y los culpan por sus peores condiciones económicas. Comprensible es que sientan que las élites no viven esas tensiones en sus barrios y plazas, pero la solución no es crear falsos enemigos. La búsqueda de los derechos de los migrantes debe ir a la par de la búsqueda de derechos universales para todos y todas las chilenas; de hecho, son parte de una misma búsqueda de mínimos civilizatorios de dignidad y respeto.

A inspirarse en Angela Merkel -si le copiaran sus políticas tanto como la alaban, estaríamos en otra situación- y no en los Bolsonaro de este mundo.

No le echen más leña a esa hoguera macabra que nos avergüenza como país.

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