Adelanto del libro de Sebastián Edwards: El control de precios y el proyecto cibernético Synco durante la UP

Ilustración alusiva a la Unidad Popular.

Este es un extracto del capítulo 3 del libro de Sebastián Edwards The Chile Project: The Story of the Chicago Boys and the Downfall of Neoliberalism, publicado hace tres semanas, en inglés, por Princeton University Press. El capítulo se titula “Los mil días socialistas de Salvador Allende y los Chicago Boys, 1970-1973”.


El 6 de septiembre de 1970, The New York Times informó, en un artículo de primera página, los resultados de las elecciones presidenciales en Chile. La historia se titulaba “Allende, marxista chileno, gana el voto para la Presidencia”. El reportero Juan de Onis explicó que obtener una mayoría relativa no convertía a Allende en Presidente automáticamente. De acuerdo con la Constitución chilena, si ningún candidato obtuviera más del 50% de los votos, una sesión conjunta del Congreso elegiría al jefe de Estado entre los dos candidatos con el mayor número de votos. Salvador Allende, un médico que llevaba décadas en la política y que se había postulado tres veces sin éxito a la Presidencia, obtuvo el 36,6% de los votos. El expresidente Jorge Alessandri -un conservador apoyado por la mayoría de los Chicago Boys- ocupó el segundo lugar, con un 35,3%; los dos principales candidatos quedaron separados por apenas 40 mil votos. El tercer lugar fue para el democratacristiano Radomiro Tomic, con un apoyo del 28%.

La coalición de Allende, la Unidad Popular, incluía a los dos partidos marxistas más grandes del país -el Partido Comunista de Chile y el Partido Socialista de Chile-, así como a grupos más pequeños, incluyendo el Movimiento de Acción Popular Unitaria (MAPU), un nuevo partido formado por exdemocrata cristianos que seguían la doctrina social de la Iglesia Católica. La historia del New York Times terminó afirmando que a Allende “le gustaría ver a Chile seguir el camino de la Cuba revolucionaria” (…).

Durante los dos siguientes meses, la prensa internacional publicó cientos de artículos sobre Chile. Muchos de ellos señalaron que, inmediatamente después de las elecciones, la economía entró en picada. Hubo corridas bancarias, la moneda local se hundió a mínimos históricos y el mercado de valores colapsó. Muchas familias adineradas temían que Allende tratara de emular a Cuba, y se fueron del país lo más rápido que pudieron. El 3 de octubre, menos de un mes después de las elecciones, El Siglo -el periódico del Partido Comunista- informó que debido a una fuga masiva de capitales el tipo de cambio en el mercado negro había saltado a 65 escudos por dólar estadounidense, lo que implicaba una prima del 260% sobre el tipo oficial de 13 escudos por dólar.

El New York Times llevó la noticia del ascenso a la Presidencia de Salvador Allende en su primera página, con un titular que volvía a enfatizar el hecho de que era marxista: “Allende, líder marxista, elegido Presidente de Chile”. El reportero Joseph Novitski resumió las metas económicas del nuevo gobierno: “El Presidente electo y su coalición han prometido nacionalizar las minas y la industria básica de Chile, su sistema bancario y de seguros, y el comercio exterior. También se han comprometido a planificar el desarrollo económico y social del país, y a expropiar tierras agrícolas de propiedad privada como parte de un programa ampliado de reforma agraria”.

Uno de los aspectos más perniciosos del programa de la Unidad Popular fue el sistema surrealista de control de precios. Precios máximos para más de mil productos eran fijados por la Dirección de Industria y Comercio (Dirinco), bajo el supuesto de que en cada una de esas industrias había poder monopólico y las empresas abusaban de sus clientes.

Sé personalmente lo arbitrario y dañino que era el sistema, porque yo estuve allí. Siendo estudiante universitario de 19 años en la Universidad de Chile, me ofrecieron el cargo de asistente del director de costos y precios en Dirinco. La unidad supervisaba todos los precios controlados en el país y tenía la autoridad legal para determinar si se autorizaba un aumento de precios. Ese puesto me dio un poder inusual, ya que asignaba solicitudes de aumentos de precios a los diferentes contadores que trabajaban en la oficina y llevaba el libro de citas del director.

En más de una ocasión me dijeron que extraviara un archivo, o que lo moviera a la parte superior de la pila, o que lo asignara a un empleado determinado que simpatizaba con una opinión u otra. En 1973, con la inflación acercándose al 700%, los precios autorizados por la dirección quedaban obsoletos en aproximadamente una semana. Las empresas presentaban nuevas solicitudes y la dirección las denegaba de inmediato. Cualquier estudiante de primer año habría predicho los resultados de este proceso circular: escasez masiva y un pujante mercado negro para todo tipo de bienes, incluidos productos básicos como azúcar, arroz, café, aceite de cocina y papel higiénico. Pero las autoridades creían que se necesitaba mano dura para hacer frente a la especulación de precios promovida por los “enemigos del proceso revolucionario”.

Un ejército de inspectores recorría la ciudad en busca de “especuladores”, de comerciantes que se negaban a vender al precio oficial, de traidores y “antipatriotas”. Si encontraban mercadería en un almacén, cerraban la tienda, confiscaban los bienes, les imponían una multa enorme y, a veces, enviaban al dueño a la cárcel.

Algunos de los economistas de la dirección política se dieron cuenta de que la escasez masiva y el racionamiento a través de Juntas de Abastecimientos y Precios (JAP) estaban afectando negativamente el apoyo al Presidente Allende y trataron de encontrar una solución a las condiciones económicas cada vez más frágiles y caóticas. A fines de 1971, Fernando Flores, quien eventualmente sería nombrado ministro de Hacienda, convenció al gurú de la gestión y superestrella matemática Stafford Beer para que viajara a Chile y trabajara con el gobierno en un sistema de planificación técnico basado en computadoras que encontraría los precios correctos para la mayoría de los bienes en el país. El proyecto secreto se llamaba Cybersyn en inglés, y Synco en español.

Recuerdo la única reunión a la que asistí con el famoso científico británico, realizada en el Ministerio de Economía, en la calle Teatinos de Santiago. Había un gran sentido de anticipación, especialmente entre los jóvenes economistas progresistas que trabajaban en el gobierno. Stafford Beer llegó con Fernando Flores y otros funcionarios de la oficina de planificación. Se sentó en la cabecera de la mesa, pero en lugar de hacer una presentación, hizo preguntas a los asistentes. Quería saber qué se hacía en los diferentes departamentos y cuáles eran los problemas más apremiantes. También estaba interesado en saber qué tipo de modelos se estaban utilizando para determinar precios “apropiados” para diferentes productos. Un alto miembro de la dirección explicó nuestro modus operandi artesanal: cuando una empresa solicitaba un aumento de precio, entregaba información sobre todos sus costos y agregaba un “margen de utilidad” que oscilaba entre el 7% y el 15%. Una vez recibida la solicitud, un ejército de contadores revisaba las cifras. En la mayoría de los casos, rebajaban drásticamente las estimaciones de costos, reducían a la mitad el margen y aprobaban un aumento de precio mucho menor que el solicitado.

Los ejecutivos de la empresa, por supuesto, sabían que esto iba a suceder y sistemáticamente inflaban las cifras de costos. Beer preguntó por los efectos indirectos, o lo que los economistas llamarían consecuencias de equilibrio general de las diferentes decisiones tomadas por la dirección. La respuesta fue que eran, generalmente, ignorados. Sonrió y murmuró para sí mismo algo como “¡Oh, Dios mío!”.

Luego, alguien en la audiencia, un joven teórico que tenía títulos tanto en economía como en matemáticas, dijo que había un programa de computación que estimaba los requisitos de suministro de varios sectores y generaba “precios contables verdaderos o “precios sombra”, como el dual del proceso de optimización”, a lo que Beer respondió: “Interesante”. El joven matemático continuó explicando algunos aspectos técnicos del modelo. Cuando terminó, Beer preguntó cuántos sectores, industrias y bienes se incluyeron en el análisis. El joven dudó unos segundos y finalmente respondió: “Quince”. Beer pareció confundido y le preguntó al traductor si el número era 15 o 50. Cuando se aclaró que el modelo consideraba solo 15 industrias, el gran gurú dijo: “Pero, amigo mío, ¿de verdad quieres determinar los precios de equilibrio sociales verdaderos para más de tres mil bienes con una matriz de insumo-producto de 15 sectores?”.

Nunca volví a ver a Stafford Beer. Pero sí recuerdo que a medida que avanzaba el año y empeoraban las condiciones económicas, muchas veces nos preguntábamos dónde estaba, y cuándo produciría el mágico programa informático que resolvería todos los problemas económicos de Chile y así ayudaría a evitar el horrible Golpe de Estado que veíamos asomarse en el horizonte.

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