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La Diana

Un restaurante que rescata el antiguo resplandor cultural y bohemio del barrio San Diego de los años 40 y 50. Un nuevo lugar, concebido como una gran escultura viva, donde objetos, detalles, elementos y ambigüedades arman una deliciosa puesta en escena.

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En el imaginario de muchos santiaguinos están los Juegos Diana de la calle San Diego. Hoy Enrique Zúñiga, nieto de quien comenzó esta tradición, decidió ampliar el concepto y crear, conservando el nombre, un centro cultural. Como parte del proyecto invitó a Cristóbal Muhr, Rodrigo Arellano, Andrés Rodríguez y Gabriel Marticorena, exdueños del restaurante La Jardín, a ser parte de esta idea y aportar con el engranaje culinario. Desde que cerraron contrato con el espacio hasta su reciente apertura a un costado de la iglesia Los Sacramentinos han pasado casi 20 meses. Tiempo utilizado a favor por los socios para crear un concepto atractivo, que encuentra el sentido en un recorrido constante, plagado de construcciones efímeras, jardines asilvestrados, ambientes sin un punto final, trozos de escalas señoriales mezcladas con barandas, escaleras de caracol de grandes alturas, puentes colgantes y objetos recuperados, que le imprimen un aspecto dual, que pasa por lo irreal y a la vez lo reconocible, dentro de pequeñas estaciones que remontan a exquisitos ambientes para quedarse y disfrutar de la comida a cargo del chef Cristián Ampuero. Quienes vengan a La Diana podrán disfrutar de una comida “donde hay platos chilenos remasterizados, en una cocina tradicional que propone una vuelta de tuerca y hace un rescate de productos que se utilizan poco”, cuenta Cristóbal Muhr.

El lugar donde está La Diana es el claustro de la Basílica de Los Sacramentinos, un Monumento Histórico que cuenta con una mirada amplia de cómo pudo ser la arquitectura en Chile a principios del s. XX. Alturas poco usuales fueron intervenidas con torreones, pasillos elevados, majestuosas escalas que remiten a las del coro de una iglesia bizantina, y un gran invernadero de ventanas -una torre de doce metros de altura- con una angosta escala de caracol en su centro. Cristóbal Muhr comenzó a recolectar maderas viejas, fierros, puertas y ventanas encontradas en demoliciones, rescató objetos de mercados y lugares de desecho, recolectó diferentes plantas, en su mayoría nativas adaptadas a esas condiciones, y vegetales de temporada y que dentro del espacio se han dado con soltura debido al efecto invernadero que se produce. “Tengo esta práctica de ir recolectando materiales y luego ver qué hay, y con lo que encuentre, armo”, cuenta Muhr.

Un lugar especial, fuera de lo común, alejado del clásico concepto de restaurantes; en definitiva, un espacio que remueve sensaciones gracias al entorno donde se ubica y la gastronomía que ofrece. Una sorpresa en pleno corazón capitalino. “Desde aquí hay una amplitud que mira a la cordillera desde Santiago Centro, y nosotros nos atrevimos a hacer algo en un lugar distinto. Es una invitación al santiaguino a viajar por este barrio”, concluye Rodrigo Arellano.

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