
La pieza que faltaba del puzzle
Isabel Iduya pasó de ser la subdirectora médica del Hospital Clínico de Magallanes a paciente intubada en la UCI. Estuvo más de un mes internada, casi la mitad del tiempo inconsciente, a causa del Covid-19. Su familia, en la espera, abrió uno de los regalos que ella misma había dejado: un rompecabezas de cuatro mil piezas, con el mapa del mundo. Dedicaron días y noches a ensamblarlo. Y lo completaron, salvo una pieza: la de Wuhan, donde partió todo.

Un día no podía dormir, estaba segura de que me iba a morir. Pero hubo una enfermera del hospital que me dio la mano, me calmó y me acompañó.
El relato es de Isabel Iduya (59), subdirectora médica del Hospital Clínico Magallanes (HCM), en Punta Arenas, donde trabaja desde 2007. Pero el año pasado debió colgar su delantal y vestir la bata de los pacientes. El miedo a morir fue latente. Y real.
“Tengo un vago recuerdo de cuando me extubaron la primera vez. Y fue terrible. Tuve alucinaciones espantosas. Yo hago turnos en la UCI, pero ni así entendía lo que estaba pasando. Estar del otro lado no es para nada bueno”, recuerda la profesional.
El 17 de marzo del año pasado el Hospital de Magallanes cerró sus puertas al público general y se volcó a atender a pacientes con coronavirus. Apenas tres semanas después, Iduya comenzaba su tránsito de médica a paciente.
“Alcancé a recibir la primera donación de ventiladores y el sábado 10 de abril, en la noche, con mi marido nos sentíamos un poco mal. Al día siguiente él amaneció con 38,5°, se hizo un PCR y entendimos que era Covid”, relata.
A esas alturas, cualquiera podía haber contraído el virus y contagiado al otro, pues los dos trabajan en el mismo hospital. Alejandro (59) es odontólogo y encargado de la Unidad de Proyectos del recinto.
Con ambos cumpliendo el encierro obligatorio en casa, al día siguiente regresó desde Santiago Francisco (35), el mayor de sus hijos y gastroenterólogo. Fue él quien tuvo que monitorear a sus padres, a quienes veía a través de una ventana, y controlar la situación. El huracán, recuerda, estaba a punto de desatarse.
“Ese martes, Alejandro evidenciaba problemas neurológicos, no reconocía a la gente, lo que hacía pensar que tenía un accidente cerebro vascular. Mi hijo lo llevó al hospital y lo dejaron internado en la UCI”, prosigue la doctora, quien debió permanecer en la casa.
La estadía del odontólogo maxilofacial en la unidad de cuidados intensivos duró poco, solo dos días. Pero mientras él mejoraba, su esposa empezaba a vivir la peor cara de la enfermedad. Así lo relata ella: “El viernes empecé con fiebre y el sábado amanecí con disnea (dificultad respiratoria)”. El hijo recibió, otra vez, un llamado similar: había que partir al hospital.
En esos momentos el recinto de salud ya estaba saturado, por lo que la médica fue a parar a la misma habitación de su marido. Le pusieron, como broma, “la suite presidencial”. Compartieron en esa pieza algunos días, algo que veía de cerca Francisco, quien en medio de sus turnos y rondas aprovechaba de visitar a sus padres. Él mismo informaba a su hermano menor, Felipe, cómo iban las cosas.
Así estuvieron hasta que el jueves 23 de abril dieron de alta a Alejandro. Solo 48 horas después, Isabel sería trasladada a la UCI. Se lo informó su propio hijo, el mayor, junto al jefe de la unidad. “De ahí no me acuerdo más”, expone.
Una larga espera
Con el padre de regreso en casa, aún en recuperación, la preocupación de la familia se volcó en la médica. Y recordaron un regalo que ella misma había dejado: un rompecabezas de cuatro mil piezas con el mapa de todo el mundo. La médica lo había comprado para su marido, a quien le encantan los puzzles.

Su familia recuerda que fueron largas jornadas, en días y noches, las que reunieron a los tres hombres en torno a una mesa, donde se amontonaban las pequeñas piezas. Una a una, el mapa fue tomando forma.
Buscaban distraerse y que el tiempo pasara más rápido. Pero también fue sanador: hablaron, recordaron y a veces lloraron. Todo, dice, giraba en torno a la médica. “Cuando un cercano está en la UCI los días son eternos. Tuve miedo muchas veces y mis hijos también lo sintieron”, admite el marido.
Los días más difíciles
La médica completó 13 días en ventilación mecánica invasiva. Requirió, incluso, una traqueotomía, y durante su estancia sufrió neumonía por Covid y gran parte de las complicaciones que ya había visto en otros pacientes.
“Sentí que me iba a morir. Me dio mucho miedo no volver a ver a mi familia. Eso fue lo más difícil. Ahora digo que es otra oportunidad, porque no todos los pacientes intubados salen”, relata.
Pero salió. El 14 de mayo la sacaron de la UCI. Había pasado casi un mes desde su hospitalización y no quiso pasar un día más allí, ni en cuidados intermedios ni en rehabilitación. Se fue directo a su casa.
“Aunque la gente del hospital se portó maravilloso, volver a mi casa era lo único que quería”, asegura, antes de revelar que durante su hospitalización bajó 15 kilos. “No podía comer ni caminar, andaba con un burrito. Uno no se imagina cómo queda un paciente hasta que lo vive. Es terrible”, asegura.
Al llegar a su hogar la esperaba una sorpresa. Y también una misión. Su esposo y sus hijos habían completado el puzzle. Pero casi. 3.999 piezas estaban en su lugar. Solo faltaba una, la de Wuhan, donde comenzó la pandemia.
“Trabajábamos todos los días y decidimos que la pieza de Wuhan la tenía que poner ella cuando volviera”, recuerda el esposo de la médica.
Y así fue. Ella misma la puso. “Se acercó y completó el puzzle. Celebramos, tomamos algo. Lo mandé a enmarcar y hoy es un recordatorio de que la tenemos sana. Fue el término de un proceso doloroso y largo. Fue un acto simbólico y potente”, añade el odontólogo.
La doctora se emociona con el recuerdo. “Me dejaron la pieza final guardada para que no nos olvidáramos de esto. Y mientras la ponía pensaba ‘virus maldito, trataste de llevarme, pero aquí estoy de vuelta, viva, con los míos, no me ganaste’”.

De vuelta a sanar a otros
La médica recuerda el difícil camino de la recuperación. “Lo más impresionante es que uno demora mucho en mejorarse físicamente. Yo no quería salir de la casa”. Y agrega: “La rehabilitación post Covid es algo que tenemos que asumir desde la salud pública y en las UCI, porque salir de ahí no es sinónimo de mejorarse”.
Siete meses después de contagiarse volvió al hospital, con media jornada. Ya en enero volvió a tiempo completo y en marzo retomó los turnos en la UCI.
“Me costó volver”, cuenta. Pasa que la también exseremi de Salud de Magallanes tuvo un cuadro de estrés postraumático y aún lo resiente. Dice sentirse, a ratos, extraña. También hizo una neuropatía de paciente crítico, cosa que le complicó retomar todas sus habilidades.
El haber vivido el Covid la hizo poner todos sus esfuerzos en implementar un programa de recuperación para pacientes moderados y severos de coronavirus en el hospital. Contrataron psicólogos, kinesiólogos y fonoaudiólogos. “Me la jugué para un equipo extra. Es muy necesario, lo entiendo perfectamente. Me di cuenta de que no es fácil”, asegura. Cree, además, que todos los hospitales Covid debiesen contar con pizarras para que los pacientes intubados se puedan comunicar.
Si a una la ‘mandan de vuelta’ a la vida, por algo debe ser. Me encanta lo que hago. Y aunque nadie es imprescindible, hay que mejorar las cosas, seguir dándole; somos los que somos, al pie del cañón.
Por estos días, eso sí, admite que se frustra. “Me parece increíble que haya gente que no tenga ningún temor y siga juntándose, haciendo fiestas, de verdad no puedo entender: no es necesario esperar a que fallezca algún familiar. El bicho es real, no sé cómo hacer que la gente entienda”, enfatiza.
También ha hecho un proceso interno, con todo lo vivido junto a su familia. “Hemos hablado mucho de la posible pérdida. Hemos llorado juntos y nos dijimos todo lo que nos teníamos que decir, porque uno nunca sabe”.
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