Un hombre refinado
Dueño de una amplia cultura, Joseph Ratzinger ha producido textos elevados y contundentes. Su dimisión puede entenderse como un acto de sacrificio y de profundo amor por la Iglesia.

LA SORPRESIVA renuncia de Benedicto XVI me ha hecho recordar la nada intrascendente pregunta planteada por Ernest Hemingway en su pequeño cuento "Relato banal": "¿Queremos que haya grandes hombres... o los queremos refinados?".
No cabe duda que Joseph Ratzinger es un hombre refinado. Dueño de una cultura amplísima, ha producido textos elevados y contundentes. A mí me tomó meses terminar los dos primeros volúmenes de su trilogía sobre Jesús. Las tres entrevistas-libro que concedió al periodista alemán Peter Seewald son prueba de que ha meditado profundamente sobre la realidad humana y que ama con intensidad a la Iglesia, al punto que su dimisión -adelantada en la última de ellas- puede entenderse como un acto final de sacrificio, seguidora del ejemplo del mismísimo Cristo en la cruz. Sus discursos -en especial, para mí, los de Ratisbona en 2006 y la abadía de Westminster en 2010- son verdaderas obras maestras, pruebas fehacientes de que hay posibilidad de diálogo entre fe y razón y esperanzas de unidad entre los cristianos.
A este intelectual culto y sofisticado le tocó dirigir la Iglesia en tiempos difíciles. Fue pastor entre los lobos, como él mismo dijo a Seewald. Sólo cabe imaginarse la fuerza con la que debe haber reflexionado acerca del paso que acaba de dar. El ha señalado que la creciente debilidad que lo afecta lo ha llevado a renunciar y los expertos sostienen que con esta medida busca evitar que se repita lo que él observó en el Vaticano durante los últimos años de Juan Pablo II. El Papa polaco fue un gran hombre que prefirió resistir hasta entregar la vida en un testimonio de sufrimiento, aunque ello significara ser incapaz de dirigir con propiedad los asuntos de la Iglesia en las postrimerías de su papado.
Enfrentado al extraordinario dilema que también vivió su predecesor, el realista Benedicto XVI ha preferido dar un paso al costado, actuando en conciencia ante Dios, como señaló ante un conjunto de asombrados cardenales. El ha creído que es lo más conveniente para la Iglesia. Se trata de un paso audaz, porque la apuesta es alta. Es cierto que, en el corto plazo, podría permitir un mejor gobierno de la Iglesia; pero también a futuro podría llenar los pasillos del Vaticano de intrigas políticas y debilitar la figura papal. Si el Pontífice es capaz de renunciar, ello significa que puede hacérsele dimitir. Los futuros papas podrían no tener la libertad para reflexionar sobre el tema que ha tenido Benedicto XVI.
Aún es demasiado temprano para saber cuál será el efecto de esta decisión histórica. La Iglesia tiene dos mil años de trayectoria y la atención global que ha despertado la renuncia de Benedicto XVI demuestra que está lejos de ser una institución irrelevante, incluso en tiempos hipersecularizados como los nuestros.
También habrá tiempo para aquilatar de manera definitiva la figura de Joseph Ratzinger, el hombre refinado que dirigió la Iglesia durante casi ocho años.
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