Columna de Daniel Matamala: Colores



El contraste entre ambas fotos ha inundado las redes sociales. En 1990, el primer gabinete de la nueva democracia, formado exclusivamente por hombres uniformados de traje negro y camisa blanca. Una foto que parece en blanco y negro hasta que uno repara en el pasto verde o los tonos apenas diferenciables de las corbatas.

En 2022, la foto del nuevo gabinete, en cambio, está repleta de colores: azul, amarillo, naranja, rosado, verde, con una mayoría de mujeres y un par de niños que se cuelan en la imagen.

¿Aparte de la estética, hay algo relevante en este contraste?

Para responder, hay que hablar sobre las élites.

Por más ilusiones que algunos se hagan, no será “el pueblo” ni “los ciudadanos” quienes entren a La Moneda el 11 de marzo. Será, como siempre, una élite. Según Joseph Schumpeter, la democracia es un mecanismo por medio del cual el pueblo elige, entre élites en competencia, cuál de ellas lo va a gobernar.

La pregunta, entonces, es ¿cuál élite?

Desde 1990 hubo idas y vueltas. Un gabinete sólo de civiles fue un avance gigantesco hace 32 años. También lo fue el fugaz gabinete paritario de Bachelet en 2006. Los cambios políticos de 2010 y 2014 oxigenaron y renovaron elencos.

En 2018, Piñera formó un “gabinete de familiares y amigotes”, como lo definió el cientista político Javier Sajuria: 16 hombres y apenas siete mujeres. Diecinueve santiaguinos y sólo cuatro de regiones. Catorce de 23 ministros egresados de la misma universidad (la Católica). Ninguno de ellos salido de un colegio público. Sólo dos de la educación subvencionada. Y 17 exalumnos de un pequeño grupo de colegios católicos de élite del barrio alto, como el Tabancura, el Saint George, Sagrados Corazones de Manquehue o San Ignacio de El Bosque.

Siete de los ministros, además del propio presidente, eran parientes entre sí, primos en algún grado al descender del mismo tronco de la familia Larraín.

Mientras la sociedad chilena se hacía más diversa, abierta y compleja, el sistema político se refugiaba en una endogamia cada vez más lejana a esa ciudadanía a la que aspiraba a representar.

Según Vilfredo Pareto, con el paso del tiempo las élites dominantes pierden vigencia, se corrompen y se hacen propensas a ser desplazadas por un nuevo grupo dirigente. Cuando estas intentan atrincherarse en el poder, impidiendo lo que llamó “la circulación de las élites”, aumenta el conflicto social.

¿Suena conocido?

Esta clase política entrante es nueva en lo generacional. En marzo tendremos el poder millennial en pleno: un Presidente de la República de 36 años de edad, una ministra del Interior de 36, una vocera de gobierno de 33, un secretario general de la Presidencia de 35, una presidenta de la Convención de 40 y un vicepresidente de 31.

Es, también, fuertemente femenina. Por primera vez en la historia de Chile tendremos una ministra del Interior. Las mujeres serán mayoría en el gabinete (14 a 10), en el comité político (tres a dos), y liderarán carteras tradicionalmente asociadas al poder masculino en la diplomacia, las Fuerzas Armadas y los tribunales: Relaciones Exteriores, Defensa y Justicia. También avanzan en el Congreso: en marzo, Chile pasará del puesto 101º al 42º en el ranking mundial de presencia femenina en el Poder Legislativo.

Lamentablemente, la clase, la herencia y el apellido siguen teniendo un gran peso, pero hay avances en diversidad de origen social. Los pueblos originarios siguen casi excluidos y el centralismo aún ronca fuerte (los santiaguinos son dos tercios del gabinete), pero los lugares de residencia pasan de Las Condes y Vitacura a comunas como Ñuñoa, La Florida y Santiago. 74% de los nuevos ministros egresaron de universidades públicas (con Piñera fue el 18%). Y hay una ministra y un ministro abiertamente pertenecientes a la diversidad sexual.

La mitad del nuevo gabinete proviene de colegios particulares, un cuarto de subvencionados y el cuarto restante, de liceos públicos. Sólo el privado Saint George y el Raimapu, subvencionado de La Florida, tienen más de un egresado. Los demás, estudiaron en lugares tan distintos como el Liceo 7, el Instituto Nacional, La Girouette, el Liceo Andrés Bello de San Miguel, el Craighouse o el Instituto O’Higgins de Maipú.

¿Importan estos datos biográficos? Claro que sí.

Y es que la élite intenta presentarse a sí misma como hija del mérito. Esa “minoría excelente”, de la que hablaba el mismo Pareto, o el “gobierno de los mejores” del que presumía Piñera. Pero cuando esa minoría se selecciona solo desde un claustrofóbico Club de Toby de compañeros de colegio, primos y amigos, sabemos que su excelencia es una ilusión. Abrir puertas y ventanas a la diversidad de géneros, identidades sexuales y orígenes sociales es indispensable para reducir el abismo que existe entre representantes y representados, entre el pueblo que mandata y los dirigentes encargados de cumplir ese mandato.

Y hay un último punto relevante. La homogeneidad de las capas dirigentes fomenta el pensamiento de grupo, descrito por el sicólogo Irving Janis como el exceso de confianza que entrega el consenso en grupos homogéneos, que empuja a personas inteligentes a tomar decisiones irracionales. Un fenómeno al que Irving atribuyó desastres como Vietnam o Bahía Cochinos.

Es imposible entender la ceguera con que la clase dirigente se precipitó al abismo del estallido, sin tomar en cuenta ese factor: un pensamiento de grupo enclaustrado y autocomplaciente, incapaz de ver, y mucho menos de entender, lo que estaba ocurriendo en su propio país.

Si exdirigentes estudiantiles de edades, ideas e historias similares copan la cúspide del poder del nuevo gobierno, correrán ese mismo peligro. En cambio, la diversidad de orígenes, profesiones, ideologías y experiencias de vida en los lugares de toma de decisión es el antídoto más eficaz contra el pensamiento de grupo.

Es por todo eso que esa foto en colores sí importa, y mucho. Porque liderar una sociedad compleja y diversa como la chilena ya no es una tarea que pueda hacerse en blanco y negro.

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