Columna de Daniel Matamala: Sin llorar
“Ha sido un acto de nobleza”. Así describe la minuta de La Moneda la renuncia de Giorgio Jackson. La expresión “acto de nobleza” inundó las redes oficialistas. “Un gesto de generosidad”, aportó el Presidente Boric. Y un comunicado de Revolución Democrática, el partido fundado por Jackson, hizo la síntesis: “Generosidad y nobleza”.
El discurso es que el ministro, víctima de “un asedio irracional y sin fundamento”, como señaló RD, se sacrifica para salvar la reforma de pensiones y el pacto tributario, bloqueados por la oposición.
Una narrativa de martirologio que causa irritación. “Ahora cada persona que renuncia en el gobierno son mártires y ejemplos de servicio público y sacrificio... ¡Sean honestos por una vez, por favor!”, rezaba un tuit de un tal Giorgio Jackson, en diciembre de 2012.
El “mártir” de ese momento era Teodoro Ribera, quien dejaba el Ministerio de Justicia en medio del caso CNA. Ribera acusaba “afán persecutorio” y daño a su “honra personal”. “Tomaré todas las acciones necesarias para que las mentiras, injurias y calumnias vertidas en mi contra se revelen como tales”, dice 11 años después Jackson.
Son políticos haciendo política, ayer y hoy. Y mezclando, en este caso, la fraseología del martirio con la ejecución implacable de las lógicas del poder.
Esa fue la fórmula que lo elevó a las alturas, y la que lo hizo caer. De joven promesa a viejo crack, en un abrir y cerrar de ojos.
Jackson parecía llamado a ser el líder de la generación que irrumpió en 2011. Ambicioso y articulado, no cargaba con la militancia comunista de Camila Vallejo ni los coqueteos con el extremismo de Gabriel Boric.
Su instinto de poder era evidente. Mientras Boric y Vallejo debían ganarse en las urnas un escaño, Jackson logró que la Concertación se omitiera para garantizarle un cupo en el Congreso, y fundó un partido político -RD- a su imagen y semejanza.
En 2016, el escritor Óscar Contardo los bautizó como el “MAPU con iPhone”. El mote era certero. Los hijos de la élite, nacidos del riñón del poder político, abrían camino hacia la izquierda con un discurso revolucionario y joven, un sentido de cruzada moral sacado del catolicismo, y un implacable know how de las prácticas del poder.
A Dios rogando y con el mazo dando, versión frenteamplista.
Jackson acumuló cuentas por cobrar entre sus colegas: aceptó un cupo protegido para llegar al Congreso, y desde ahí atacó a la clase política; puso a su gente en puestos de poder en el Ministerio de Educación y en la Municipalidad de Providencia, y las sacó cuando las cosas se pusieron difíciles.
Solo un detalle legal le impidió ser el candidato presidencial del Frente Amplio en 2021. La Constitución exige tener 35 años de edad para ser elegido. Jackson los cumplía el 6 de febrero de 2022, a tiempo para asumir, pero no para “ser elegido”. La posta pasó a Gabriel Boric y el resto es historia.
Jackson fue el motor de esa campaña, y declinó la papa caliente del Ministerio del Interior para quedarse como cerebro del equipo en la Segpres. Desde allí cometió los dos errores fundantes del gobierno de Boric.
Primero impulsó la idea de los “círculos concéntricos”, que dejaba al PS y al PPD en la periferia del poder, una locura considerando que Apruebo Dignidad había obtenido apenas el 26% en primera vuelta y contaba con menos de un tercio del Congreso. Así, contaminó la relación con partidos de los que dependía para empujar su agenda en el Congreso.
Luego, ligó la suerte de las reformas al proceso constituyente, postergando su debate para después del plebiscito. Con ello, desperdició la breve luna de miel del otoño de 2022, la única ventana de oportunidad que hubo para empujar esas reformas.
El 4 de septiembre esa ventana se cerró.
Tras el descalabro del plebiscito, Jackson debió salir. Había terminado de dinamitar sus puentes en el Congreso al apoyar el fin del Senado y lanzar su célebre frase sobre “nuestra escala de valores”. Era el momento para su travesía del desierto: irse a estudiar a Londres, como tenía previsto, y esperar que se calmaran las aguas.
Pero Boric actuó como amigo y no como Presidente. Le entregó el Ministerio de Desarrollo Social como premio de consuelo, y lo dejó en el peor de los mundos: degradado del poder real y convertido en blanco permanente para la oposición. Con sus redes políticas disminuidas, sin afectos personales a los que recurrir, con su imagen pública deteriorada, este año fue para Jackson una agonía tan dañina como absurda.
Y para Boric, un dilema irresoluble. Como en el poema de Rubén Darío, “tu amor es el acero: ¡Si me lo quitas, me muero; si me lo dejas, me mata!”. Mantener a Jackson era un desangre permanente. Sacarlo, una muestra de derrota.
Como el atribulado cantor del poema, Boric nunca se decidió. Al final, el Congreso zanjó por él. No había cómo salvarlo de la acusación constitucional. ¿Quién se iba a inmolar por defenderlo? Como cantaba alguna vez Redolés en ¿Quién mató a Gaete?”: “¡Nadie se va a meter en huevás por el Gaete!”. O en este caso, por el Giorgio.
El balance para La Moneda es desolador. Jackson se va en el peor contexto posible, en medio de un escándalo. Las voces más duras de la derecha validan su estrategia de tierra quemada. Y las reformas tributaria y previsional siguen tan muertas como antes. ¿Por qué RN y la UDI deberían ceder ante un gobierno tan débil?
Jackson se convirtió en el símbolo de la desilusión con la nueva generación política. Para que sus compañeros de ruta siguieran su camino, debía ofrecerse un sacrificio. Y a él le tocó.
¿Justo o injusto? Como sabe el exministro, la política no se trata de justicia. Ni de fines definitivos. Sin duda, Jackson volverá, como antes lo hicieron otros jóvenes ambiciosos caídos en desgracia, que tuvieron su travesía por el desierto y luego su reivindicación: Piñera, Matthei, Allamand.
Como dijo este último, “la política es sin llorar”. Una verdad que Jackson, el más curtido en las asperezas de la política real, el que mejor sabe que esto se trata de poder y no de martirios, debería aplicar en la hora de su caída.
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