Columna de Daniel Matamala: ¿Superhéroe o supervillano?

Elon Musk, nuevo propietario de Twitter.


”Es un superhéroe”, celebra Joe Rogan, el popular podcaster que ha levantado polémica mundial por alentar teorías antivacunas en sus programas. “Un genio. Liberal y defensor intransable de la libertad de expresión”, agrega el economista chileno José Luis Daza.

Aplauden a Elon Musk, y su decisión de comprar Twitter por 44 mil millones de dólares. Y lo hacen en nombre de la libertad. “Musk es un libertario anticensura. Para la humanidad vale la pena tomar el riesgo y ver qué hace con Twitter”, celebra Daza.

Para estos “liberales”, la libertad de expresión y la democracia se protegen concentrando aun más poder en el hombre más rico del planeta.

Si usted está leyendo esta columna en La Tercera, probablemente sea consciente de que este medio es propiedad del empresario y banquero Álvaro Saieh. Si la está leyendo en Instagram, o si un amigo se la compartió en Facebook, o si su tía se lo reenvió por WhatsApp, tal vez no tenga tan presente que está en el monopólico imperio de uno de los mayores magnates del mundo, Mark Zuckerberg. ¿La encontró googleando? Entonces está en tierra de Larry Page y Sergey Brin, 6º y 7º billonarios del planeta respectivamente. Y bueno, de Twitter ya sabemos.

Una de las preocupaciones centrales del liberalismo es evitar la concentración del poder. Tristemente, muchos autodenominados “liberales” parecen ciegos ante el peligro que representa la concentración del poder económico en un puñado de magnates.

Ese poder pasa por encima de las instituciones democráticas. Es una “carrera al abismo”, en que las multinacionales empujan a los países a competir entre sí por cobrar impuestos cada vez más bajos: entre 1985 y 2019 la tasa promedio de impuesto a empresas en el mundo cayó desde 49% a 23%.

El FMI calcula que las utilidades de las multinacionales en el mundo corresponden a US$7,9 billones, o sea, el 9,2% del PIB mundial. Y, siempre según el FMI, entre 4,8 y 5,5 billones de dólares anuales son “ganancias excesivas”, que van directo a las arcas de los dueños de estas multinacionales.

Ese poder económico inevitablemente concentra también el poder político y moldea la discusión pública. Las big tech ya son fuerzas más poderosas que cualquier institución democrática. Fijan los límites de la libertad de expresión, el uso de datos personales o la tolerancia a los discursos de odio.

Como lo resume Robert Reich, exministro del Trabajo de Estados Unidos: “Zuckerberg posee Facebook, Instagram y WhatsApp. Jeff Bezos, el Washington Post. Elon Musk, Twitter. Cuando multibillonarios toman el control de nuestras más vitales plataformas de la comunicación, no es una victoria para la libertad de expresión. Es una victoria para la oligarquía”.

Esta oligarquía está empecinada, además, en una competencia de egos ilimitados. Como dice Goethe en el Fausto, “Si puedo pagar seis potros, ¿no son sus fuerzas mías? Los conduzco y soy todo un señor, como si tuviese veinticuatro patas”.

Pensemos en la carrera espacial. En el siglo 20 el motor de esa carrera era geopolítico e ideológico, con Estados Unidos y la Unión Soviética compitiendo por probar la superioridad de sus sistemas políticos a través de la conquista del espacio. En el siglo 21, es meramente personal, con los egos de Elon Musk y Jeff Bezos compitiendo por ser los primeros en dominar el espacio.

El cosmos ya no es patrimonio de valientes, escogidos tras años de entrenamiento, con un estado físico y una condición sicológica privilegiadas. Ahora para ser astronauta basta con tener dinero para comprar el boleto: el equivalente contemporáneo a pagar seis potros y sentir que se tienen 24 patas.

Es que el dinero, como dice Shakespeare en “El Timón de Atenas”, “puede volver lo blanco, negro; lo feo, hermoso; lo falso, verdadero; lo bajo; noble; lo viejo, joven; lo cobarde, valiente”.

Y a Elon Musk, un superhéroe.

Por cierto, varios de estos billonarios han ascendido a la cúspide del poder por méritos propios. Son emprendedores que han innovado creando empresas como Amazon, PayPal, Tesla o Facebook. Pero al crecer sin límite y copar los mercados, concentran el poder y limitan la competencia: el mejor ejemplo es el monstruo de Facebook, que compró Instagram y WhatsApp para formar un monopolio mundial de las comunicaciones.

Si concreta la compra de Twitter, el hombre más rico del mundo tendrá poder omnímodo para decir qué discursos de odio pueden permitirse, qué usuarios (como el expresidente Trump) deben ser admitidos, y cómo funcionarán los algoritmos que definen qué tuiteos se vuelven más o menos visibles a nuestros ojos. Tendrá una herramienta formidable para negociar más dinero público, como el que ya ha obtenido para Tesla (un crédito estatal por U$465 millones) o para SpaceX (que se financia en gran medida por contratos con la estatal NASA).

Uno de sus primeros anuncios fue “verificar a todos los humanos” que usan Twitter. “Gran noticia, se acabarán los encapuchados de Twitter y mejorará el debate”, celebró el senador Felipe Kast. Pero hay que ser muy ingenuo para no entender que eso significa entregarle a Musk los datos personales de millones de personas, que son el petróleo del siglo 21 y la base del poder de las big tech.

Recuerda: cuando un producto es gratis, el producto eres tú.

Musk dice que Twitter “es extremadamente importante para el futuro de la civilización”. Si estamos de acuerdo, ¿debería algo tan importante depender de la supuesta buena voluntad de un solo hombre? Increíblemente, para muchos autodenominados “liberales”, la respuesta es que no sólo debemos permitirlo, sino incluso debemos festejarlo.

Cada uno puede tener su propia opinión sobre si Musk, Zuckerberg o Bezos son superhéroes o supervillanos. Da lo mismo, porque el mundo no es una película de Marvel. En la vida real, concentrar tanto poder en una sola persona, por bienintencionada que parezca, es siempre una mala idea para la Humanidad.

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