Columna de Josefina Araos: No silben a nadie



Por Josefina Araos, investigadora del IES

Ante el triunfo de Macron en las elecciones de Francia, buena parte del mundo intelectual y político respiró aliviado. Quizás con razón. El liderazgo de Le Pen encarna sin duda posibilidades inquietantes, y en un contexto mundial atravesado por tantos conflictos, es probable que solo hubiera llegado a agudizarlos. Sin embargo, el alivio descansa en motivos frágiles, pues todas las condiciones que hicieron posible la eventual llegada de Le Pen a la Presidencia siguen vigentes. Como más de alguien ha subrayado, tras este balotaje se esconde una profunda fractura social, la misma que ha estado en la base del éxito de otras amenazantes figuras o inesperados resultados en distintas partes del mundo. Las elecciones en Francia tuvieron una alta abstención y los votantes de Macron provienen principalmente de grupos urbanos y educados. El resto -un 68% de los trabajadores, ni más ni menos- apoyaron a Le Pen. El alivio por la derrota no es así más que un engaño, que impide reconocer dónde reside realmente la verdadera amenaza.

El propio Macron parece haber intuido algo de esto, como prueban sus declaraciones luego de conocerse los resultados. “No silben a nadie”, afirmó, refiriéndose a los votantes de su adversaria y conteniendo así las reacciones que, como vimos en Estados Unidos, Brasil o Inglaterra, redirigen rápidamente su desprecio desde los monstruosos líderes al pueblo que los sigue. Incapaces de advertir que Le Pen, Trump, Bolsonaro o el Brexit son apenas el final de una cadena de grupos abandonados o dejados atrás, el mundo biempensante termina profundizando con su propio alivio la fractura que luego vuelve a despertar sus miedos. “La rabia y el desacuerdo también deben encontrar una respuesta”, agregó Macron, recordando que es hoy el Presidente de todos los franceses. Ni alivio ni desprecio, porque el problema no reside en Le Pen -la punta del iceberg-, sino en una sociedad olvidada que a nadie le interesa mirar. Hacerlo implica emprender dolorosas revisiones de las propias trayectorias de quienes hoy se sienten traicionados por el pueblo. Veremos si Macron avanza en ese desafío.

Lo de Francia, singular en su configuración, ocurre en otras partes del mundo. Y Chile no es la excepción. No tenemos hoy una elección presidencial por delante, una Le Pen equivalente, ni las mismas dificultades. Pero sí estamos, como Francia, atravesados por nuestra propia fractura, probablemente el denominador común de las distintas crisis que habitan Occidente. En nuestro caso, la elite de antes desconoció esa fractura afirmando la existencia de un oasis -indiferente ante el malestar-, y ahora la nueva lo hace reduciendo las críticas a su desempeño a campañas del terror desplegadas, otra vez, por algún siniestro líder (aunque no es claro dónde reside el monstruo). Es como si en el juicio de las personas comunes nunca hubiera nada relevante que considerar. Así, cuando irrumpe su mirada solo se sabe concluir, según convenga, el triunfo del propio discurso o la manipulación de los poderosos. Por más variadas que sean las ideologías políticas del grupo dominante de turno, nuestros representantes han sido tremendamente consistentes en esa ceguera. Y concentrados en el alivio por derrotar a su circunstancial adversario, perpetúan la fractura que luego echa abajo su apoyo. Mientras tanto, la sociedad sigue su curso, dando forma a nuevas variantes de una irritación que, como ha señalado Kathya Araujo, no deja de crecer. Porque a diferencia de Macron, por acá nadie ha llamado todavía a dejar de silbar.

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