Opinión

El costo de la impunidad

El costo de la impunidad

La Ley de Responsabilidad Penal Adolescente (LRPA) ha vaciado de contenido la función disuasoria del derecho penal juvenil. Su diseño normativo y, sobre todo su aplicación práctica, minimizan el costo del delito al punto de volverlo casi nulo, mientras el beneficio —económico, simbólico o de estatus delictivo— permanece alto. Así, delinquir puede ser para muchos adolescentes una opción racional: sin consecuencias reales, no hay disuasión.

Los adolescentes también actúan evaluando los costos y beneficios de sus actos. Si el resultado previsible de un robo es solo una amonestación o una “libertad asistida” sin control real, el costo es nulo. Esto ocurre porque la propia LRPA impone rebajas automáticas en la pena, los jueces aplican el principio de “última ratio” con excesiva amplitud, y el Estado carece de capacidad para fiscalizar el cumplimiento efectivo. Así, la certeza sin severidad se vuelve una fórmula vacía: podemos detener al joven, pero la sanción carece de toda consecuencia real.

Dogmáticamente reconozco que los mayores de 14 años son imputables, con culpabilidad atenuada. Pero la atenuación fija un límite, no exime la punición. El problema es que el sistema opera una doble reducción que desarma todo fin preventivo: se parte de la pena del adulto, se baja por minoría de edad y luego se vuelve a bajar por atenuantes frecuentes. El efecto práctico es que delitos que merecerían presidio efectivo terminan en regímenes no privativos, con fiscalización débil o inexistente. Y cuando el joven incumple, ello rara vez le acarrea consecuencias, y así la autoridad coercitiva del Estado se diluye.

La defensa del sistema actual —principalmente desde organismos estatales y sectores académicos afines al modelo garantista— suele presentar las tasas de reincidencia decrecientes como prueba del éxito de esta ley. Una lectura engañosa por dos razones. Primero, las cifras más bajas coinciden con los años de pandemia, cuando el contexto redujo artificialmente la detección y condena de delitos. Segundo, la medición se realiza sobre un universo muy limitado: solo los jóvenes que efectivamente llegaron a condena, dejando fuera a quienes fueron sobreseídos, beneficiados con salidas alternativas o sancionados de forma meramente simbólica. Si se consideran cohortes normales, casi el 40% reincide en menos de dos años, dato que desmiente el relato oficial de éxito, evidenciando un fracaso estructural del sistema.

Las reformas necesarias no buscan trasladar a los adolescentes al sistema de adultos, sino fortalecer el régimen juvenil existente. Esto supone aumentar el máximo de internación cerrada de 5 a 10 años para delitos graves, endurecer las sanciones por quebrantamiento y equiparar las penas entre los tramos etarios en delitos de alta connotación. Son ajustes que devuelven la credibilidad al sistema sin renunciar a su carácter especializado. Por eso, compararlo con políticas de “tolerancia cero” resulta improcedente.

Cierto es que muchos adolescentes infractores provienen de contextos de vulneración severa —violencia intrafamiliar, abandono o pobreza estructural—. Pero ese dato innegable, no puede transformarse en un argumento exculpatorio o justificar la impunidad. La política criminal debe operar en dos planos complementarios: una prevención social sólida y una respuesta penal eficaz y proporcional. Cuando el sistema renuncia a esta segunda dimensión, la reinserción deja de ser un proceso real y se convierte en un gesto retórico. Sin coerción ni consecuencias tangibles, los programas fracasan porque el cumplimiento se vuelve opcional y la autoridad del Estado, puramente simbólica.

Por Gustavo Balmaceda, abogado penalista y académico Universidad Finis Terrae

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