Opinión

El enemigo común: Vivienda, malestar y estallido

Gremio de la construcción advierte por déficit habitacional en la clase media y plantea medidas Andres Perez

Pasó. Los habitantes de los barrios de Condesa y Roma de Ciudad de México no lo podían creer. Sus calles, mezcla perfecta entre estilo y calidad de vida, se llenaron de rayados, destrucción de ventanales en restaurantes y daño de inmobiliario público​​ generados por una masa que les gritaba “no se van, los echamos”, “la gentrificación no es progreso, es despojo”. ¿Qué explica esto?

Los humanos aprendemos a vivir en la precariedad al punto de naturalizarla y justificarla. Pero basta un pequeño catalizador para transformarla en indignación activa y violenta. La gentrificación había tenido un daño colateral: encareció los arriendos y desplazó a los residentes tradicionales modificando el ritmo y carácter del barrio. Así, una marcha anecdótica contra la gentrificación derivó en enfrentamientos y gritos dirigidos no sólo contra plataformas de arriendo, inmobiliarias y las políticas públicas, sino también contra un enemigo más útil y concreto: los estadounidenses que llegaron al barrio.

Para los desplazados lo que antes era un problema estructural —la desigualdad con la que accedían a vivienda— se había convertido de pronto en algo más difícil de tolerar: la experiencia diaria de desarraigo. Y cuando ese malestar encontró rostro, se organizó para protestar. No es casual que eligieran un 4 de julio, día de la Independencia de Estados Unidos, porque nada moviliza más que una demanda latente combinada con un malestar presente y un horizonte que se percibe oscuro.

Chile no está tan lejos de estos cisnes negros. Según cifras oficiales del Minvu, el déficit habitacional bordea el medio millón de hogares, y si se considera aquellos que requieren reparaciones urgentes la cifra se triplica. En promedio, en Santiago, arrendar un departamento cuesta más de 500 mil pesos y una casa 1,7 millones al mes. Y de comprar ni hablar. Las tasas de interés, si bien han disminuido levemente, siguen siendo altas. Y como los proyectos habitacionales se retrasan, el problema sólo crece.

Así, la vida urbana, desplazada cada vez más hacia la periferia, significa para miles de personas largas horas en transporte, inseguridad barrial y servicios públicos deteriorados. No es sólo una crisis de vivienda: es una crisis de pertenencia.

El malestar que esto genera es silencioso, pero no inofensivo. Y el asunto es que cuando ese malestar se encuentra con una figura contra la cual actuar —una inmobiliaria, una política pública, un grupo privilegiado— puede convertirse en energía organizada. No necesariamente racional ni justa. Pero sí poderosa.

Lo sucedido en México no es una rareza folclórica. Es una advertencia. Las democracias que no escuchan, que postergan indefinidamente sus deudas sociales, acaban pagando costos mayores. La vivienda, como lugar físico y simbólico, no es solo un bien de consumo: es la base de la vida en común. Cuando el acceso a ella se percibe como injusto, inalcanzable o arbitrario, el pacto social se resquebraja. Por eso, una de las prioridades para cualquier agenda presidencial seria en Chile debe ser enfrentar con urgencia y realismo el problema habitacional. Porque mientras no se enfrente el fondo del problema, el país seguirá acumulando una energía social que, al igual que en México, puede estallar cuando menos se espere. Y cuando lo haga, no necesariamente encontrará un enemigo real, pero sin duda encontrará uno útil.

Por Jorge Fábrega, Facultad de Gobierno, Universidad del Desarrollo

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