Isabel II, personaje central de la historia moderna

Su sentido del deber, el respeto por los símbolos y tradiciones, así como su celo por cuidar las instituciones, la convirtieron en una figura de unión y estabilidad en tiempos de alta fragmentación, algo de lo que debieran tomar nota muchas democracias.



La muerte de la Reina Isabel II se ha convertido en uno de esos extraños momentos en que el mundo parece estar de acuerdo en algo: su importancia como figura de la historia reciente. La noticia se convirtió rápidamente en la más leída, vista y seguida en las redes sociales. En esas mismas plataformas, autoridades, celebridades, pero sobre todo, millones de personas anónimas, expresaron su pesar por la pérdida de la monarca cuyo reinado se extendió durante 70 años.

No es fácil entender este fenómeno considerando que la monarquía, como institución, tiene más detractores que partidarios. O cómo una mujer que, en lo práctico, tenía muy poco poder, se pudo convertir en una figura tan respetada. Entonces, parece claro que en este caso la opinión pública es capaz de separar la institución de la persona, algo que se refleja en una de las frases más repetidas en estos días: “Lloremos la reina, no la monarquía”. Así las cosas, Isabel II parecer ser la demostración más clara de que la supervivencia de una institución siempre depende de la personalidad de quien ostenta su representación.

En vez de ser considerada una figura anacrónica, se convirtió en un signo de estabilidad en un mundo donde todo parece cambiar, erigiéndose así en un signo protector y de unidad en tiempos de grandes fracturas. Conseguir esto no fue producto del azar, sino de décadas de templanza, moderación, aprendizajes, errores corregidos y un hoy extraño pero indispensable sentido del deber.

Reservada y silenciosa, cumplió con delicadeza un rol institucional no siempre bien definido. Fue la confidente semanal de 14 primeros ministros desde Winston Churchill en adelante; se mantuvo siempre por encima de la política, con raras y discretas excepciones, algo que le aseguró el respeto de todos. Pero toda esta templanza contrastaba con una agenda muy intensa y significativa. Visitó 112 países, incluyendo a todos los presidentes de Estados Unidos, país por el cual sentía un especial afecto. Así, fue una suerte de celebridad análoga en un mundo digital.

Si bien recién ahora comienza una larga reflexión sobre su legado, la mayor parte de los analistas coincide en que el rol de Isabel II supera a la monarquía. En otras palabras, se trata de un papel que alguien tiene que cumplir en la sociedad, independiente de la forma de gobierno que se tenga.

Partiendo por el sentido del deber y autodisciplina. Cuando a los 21 años, en su primer discurso, prometió que durante toda su vida, fuera esta larga o corta, la dedicaría al servicio de su cargo como futura monarca, nadie imaginó que lo haría con tanto apego y por tanto tiempo: siete décadas. Reflejo de ello es que su última actividad pública, dos días antes de su muerte, fue recibir a la nueva primera ministra de Gran Bretaña, Liz Truss. “En una cultura que valora la satisfacción personal como lo central, la vida de Isabel II, de extraordinario servicio público, debe ser destacada como un ejemplo”, editorializó el New York Times.

La segunda clave está en su inmenso respeto a las tradiciones, a las que siempre se aferró, aunque en parecer de algunos críticos estas pudieran parecer anticuadas u ostentosas. En esto, la reina fue siempre muy estricta. Entendía que detrás de esas tradiciones estaban los símbolos que los identificaban como nación, aquellos que unen por sobre las diferencias. Y que respetar la tradición era también respetar la historia, que es lo que le da sentido al presente y proyección al futuro.

No menos fundamental resulta el infinito cuidado a las instituciones que trasmitió en todo su reinado. Su papel de monarca no era fácil, ya que de alguna forma la obligaba a estar ajena a la contingencia. Pero Isabel II nunca interfirió más allá de sus deberes, ganándose el respeto de todos los sectores políticos. Un último episodio de esto fue cuando el ex premier Boris Johnson buscó una dudosa disolución del Parlamento mientras trataba de alcanzar un acuerdo para salir de la Unión Europea. La Reina accedió silenciosamente a la solicitud, dejando que las cortes lo declararan ilegal.

La muerte de la Reina sucede en momentos en que muchos países están en procesos de grandes transformaciones, algunos muy disruptivos, como es el caso de Chile, que viene saliendo de un proceso constitucional que fue rechazado por una amplia mayoría del país. Mirando hacia adelante, es claro que hay que aprender y corregir muchas cosas, pero también aparece evidente que partir por recuperar el respeto por los símbolos, la historia y las instituciones es fundamental para lograr cambios sustentables. No hay que tener una monarquía para entender que los países no parten de cero.

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