La casa de todos


Hace cinco años, el constitucionalista Patricio Zapata en su libro La Casa de Todos, La Constitución que Chile Merece y Necesita, proponía un camino para avanzar en el proceso constituyente del programa de Michelle Bachelet, que lamentablemente dejamos guardado y merece ser revisitado.

Siempre me ha llamado la atención la metáfora de la Carta Fundamental como un hogar o una casa donde todos y todas habitamos. Si revisamos la Constitución vigente, la vivienda no aparece establecida como un derecho, pese a que sí lo hace en el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de la ONU y la Declaración Universal de los Derechos Humanos; ambos suscritos por Chile. Muchos proponen incorporar explícitamente el derecho a la vivienda, al territorio o a la ciudad en la futura Constitución, pero también surgen advertencias que ésta no va a resolver por sí sola las múltiples demandas sociales, ni será capaz de erradicar las grandes inequidades. Se argumenta que ello dependerá que el Estado y sus instituciones cuenten con los recursos, legislación y capacidad de gestión adecuadas para implementarlo. De lo contrario, estos derechos serían letra muerta o una simple aspiración imposible de cumplir. Ejemplo de ello es que tanto la Constitución española como la haitiana explícitamente consagran el derecho a la vivienda, y las diferencias reales entre ambos países son abismantes.

Antes de avanzar en incorporar la vivienda como un derecho en Chile, conviene revisar la efectividad de nuestras políticas habitacionales. Una de las reformas más exitosas de la dictadura -en términos cuantitativos- fue la habitacional.  Desde 1974, más de 3,6 millones de familias lograron salir de los campamentos o allegamiento y accedieron a la propiedad o mejoramiento de sus viviendas. Lamentablemente, el foco estaba puesto en la propiedad más que en el acceso a un hogar o barrio digno, ya que se entendía como un escalón para salir de la informalidad. Pero más allá de las dinámicas de segregación y exclusión que derivaron de ese enfoque, el Estado chileno demostró una capacidad única para combatir el déficit, la que quedó demostrada luego del 27F, cuando se entregaron más de 92 mil viviendas nuevas con subsidio el año 2010.

Lamentablemente, en la última década perdimos el foco, el déficit habitacional llegó a más de 739.603 unidades, y desde el estallido y pandemia se estima que más de 20 mil familias volvieron a los campamentos, aumentando a cerca de 70 mil. El problema, entonces, no es la propiedad de la vivienda, sino el acceso a una vivienda digna y a un costo justo.

A diferencia de nuestros vecinos en Latinoamérica, que se rindieron a las favelas y barrios informales, equipándolos con teleféricos y bibliotecas, Chile todavía puede ser el primer país emergente en el sur global en garantizar el acceso universal a la vivienda, erradicando los campamentos estructurales en menos de 10 años. Para ello, tenemos que activar un ambicioso plan que congregue a actores públicos y privados, para que sumado a la oferta de subsidios estatales, emerjan pilotos de vivienda y urbanización incremental, participen también cooperativas, proyectos privados con cuotas de integración y hasta concesiones de vivienda con arriendo protegido en terrenos públicos.

En este sentido cobra valor la propuesta del ministro Ward de que si impulsamos la alternativa del arriendo, el Estado podrá cumplir esta garantía (el acceso universal al techo), que le parece algo que debería estar en una Constitución

Si realmente hay voluntad y nos proponemos en la próxima década enfrentar el déficit habitacional, bienvenido entonces que la casa de todos literalmente garantice el derecho a acceder a una vivienda digna.

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