Opinión

La crisis de la oposición

Los presidentes de partidos, Álvaro Elizalde (PS), Heraldo Muñoz (PPD) y Fuad Chahin (DC). Foto: Benjamín Rodríguez BENJAMIN RODRIGUEZ

En la derecha resulta fácil advertir la existencia de dos facciones, dos formas de interpretar la realidad y de abordar los problemas que afectan a la sociedad. Por un lado, está la derecha que algunos denominan “economicista”, obsesionada por los indicadores económicos y con un potente discurso en favor del orden público. Por otra parte, existe una derecha más “política”, que, aunque entiende que la economía es uno de los problemas fundamentales, también tiene la convicción de que el orden político no descansa sobre el orden económico, sino que, al contrario, es el sano orden político el que establece las condiciones para el despliegue de las actividades productivas. Podemos sugerir que la primera vertiente está representada mayoritariamente por la Unión Demócrata Independiente, mientras que la segunda descansa en parte importante de Renovación Nacional y Evolución Política.

Ambos discursos, aunque a veces entren en tensión -principalmente cuando la discusión entra al terreno valórico-, conviven armónicamente, tienen una base lo suficientemente sólida para conformar un proyecto político en conjunto. Las dos derechas creen firmemente en la libertad individual, en que el Estado está al servicio de las personas, en la separación del poder político y económico a través del Estado y el mercado, y en la importancia de la innovación y la iniciativa privada como motor de desarrollo. Por supuesto que este sector adolece de importantes defectos -cuyo tratamiento amerita una reflexión aparte-, pero lo que quiero destacar aquí, es que cuando un elector confía su voto a un sector la derecha, sabe más o menos por donde irán los tiros.

En la izquierda el panorama es bastante más confuso. La irrupción del Frente Amplio produjo una reconfiguración política importante, ubicándose al extremo de la ecuación. Junto a él, convive el Partido Comunista, el Partido Socialista, el Partido por la Democracia, la Democracia Cristiana y una serie de partidos y movimientos que se desprendieron del Frente Amplio, creando así, un engendro político difícil de caracterizar y al que simplemente se alude con el término “oposición”.

A diferencia del oficialismo, en la oposición es difícil encontrar un común denominador que sirva de hilo conductor a la heterogeneidad de partidos que lo componen. El único pegamento que une a las partes es la conciencia de ser una agrupación que actualmente no gobierna. No existe un fundamento filosófico transversalmente compartido. El desajuste es tan profundo que ahí conviven grupos que pretenden la abolición del mercado, junto a otros que velan por su existencia; grupos que justifican regímenes dictatoriales dependiendo del color de la camiseta del infractor, junto a otros que condenan categóricamente la violación de derechos humanos, sin distinción. A ese nivel llega la inconsistencia.

Estas diferencias se manifestaron con nitidez en la crisis social de octubre. Rápidamente los grupos más extremos, entre ellos el Frente Amplio, el Partido Comunista y el Partido Socialista, tomaron la batuta y comenzaron a plasmar su método interpretativo, abordando los asuntos públicos desde una perspectiva dicotómica. El método empleado redujo todo problema público a la elección de dos valores incompatibles. Cada decisión política fue equiparada a una decisión moral, de tal suerte que, una vez escogido el bien, éste debía ser abrazado hasta las últimas consecuencias. En esta dinámica, cualquier cesión en favor del valor contrario fue asumido como una traición, tal como se apreció en la firma del acuerdo del 15 noviembre.

Por su parte, la oposición más moderada, que incluye a la Democracia Cristiana y parte del Partido por la Democracia, perdió toda relevancia en la discusión pública. Embriagados por la intensidad de la manifestación popular, y estando en medio de fuego cruzado, apostaron todo su capital político al equipo con mayor probabilidad de éxito, entregando la conducción política a los extremistas. Uno de los momentos que mejor refleja este fenómeno se apreció en la acusación constitucional contra el intendente Guevara, en la cual, de forma insólita, algunos senadores de oposición votaron a favor luego de fundamentar su improcedencia jurídica.

Este es el escenario en que la izquierda llegó a la crisis sanitaria, entregada completamente a las pasiones de su bando más extremo.

No hay que ser experto para entender que el coronavirus reviste características que lo diferencian completamente de las razones de la crisis de octubre. Aún así, la receta empleada por la oposición se mantuvo incólume. Es decir, ahora nos enfrentaríamos a una nueva decisión dicotómica: salud versus economía. Siguiendo el manual empleado hasta la fecha, la elección por la salud supuso abogar por la decisión más extrema en su favor: la cuarentena total. La postura logró resonancia a través de los voceros más carismáticos del sector, incluida la presidenta del Colegio Médico. El siguiente paso consistía en criticar cualquier decisión que flexibilizara dicha postura, catalogándola de aberrante. Dicho y hecho.

Para sorpresa de la oposición, y contrario a lo que ocurrió en octubre, en esta crisis se hizo evidente la impertinencia de abordar los problemas desde un prisma dicotómico. No solo porque el hambre y la pobreza también matan, sino porque la cuarentena total, además de no estar comprobada su efectividad, produce, paradójicamente, un menoscabo en la salud mental. En otras palabras, la multidimensionalidad de la crisis sanitaria puso sobre la mesa la importancia de contar con un razonamiento político más sofisticado que la mera reducción del asunto a un problema de elección entre valores aparentemente contrapuestos. Con esto, en definitiva, se evidencia la esterilidad del método empleado por la izquierda más extrema, incapaz de proponer soluciones razonablemente ponderadas y ajustadas a la realidad concreta del país.

Al día de hoy, el escenario es completamente distinto que el de hace unos meses. Ante la impotencia de ver que el gobierno gestiona razonablemente bien la crisis, la izquierda más moderada se ha percatado de su ingenuidad y de la pérdida de incidencia en el devenir nacional, siendo blanco de críticas por parte de algunos de sus más distinguidos exponentes, como el expresidente Lagos. El problema de la oposición, según denuncian algunos, sería la falta de un discurso común, la ausencia de una propuesta de desarrollo para el país. Sin embargo, parece ser que el asunto es bastante más complejo: Ese discurso no puede existir porque no están los mínimos comunes para articularlo.

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