Opinión

La cultura de la deshonestidad

La cultura de la deshonestidad

En febrero de 2007, la puesta en marcha del Transantiago generó una hecatombe social; súbitamente, las fallas estructurales del nuevo sistema de transporte público dejaron a los habitantes de la Región Metropolitana sin locomoción, con calles y paraderos atestados. Fueron meses de estrés e indignación generalizada, pero, en medio de la crisis, el primer gobierno de Michelle Bachelet tuvo una idea genial: validar que las personas pudieran subirse a la micro sin pagar. Fue el primer hito de la deshonestidad fomentada con intenciones políticas. Se había puesto la semilla de una “cultura de la evasión”, fomentada desde el Estado. Casi veinte años después, quienes no pagan su viaje rondan el 40% de los usuarios.

A partir del 2010, la oposición a Sebastián Piñera hizo de la denuncia sobre las desigualdades y los abusos una importante bandera. Vivíamos en una sociedad injusta, donde los privilegios estaban concentrados en una pequeña élite, que había llegado ahí en base al abuso. No solo teníamos empresarios que se coludían violando la ley, había industrias como las AFP y las Isapres cuya existencia se fundaba en hacer trampa. El mensaje implícito rápidamente empezó a cristalizar: si los ricos abusan y violan la ley, ¿por qué no podemos todos hacer lo mismo? La cultura de la deshonestidad pasaba a transformarse en una respuesta política ante las injusticias del “modelo”.

En el camino, la izquierda y la centroizquierda instalaron en el imaginario colectivo otra bandera relevante: la gratuidad, los derechos sociales eran universales y debían estar garantizados por el Estado; los recursos públicos tenían que financiarlos sin importar el cómo. Se inició entonces la sangría de la regla fiscal, empezamos a vivir en un país donde los ingresos permanentes ya no alcanzaban para financiar gastos permanentes. Así, otro mensaje quedaba dispuesto: los recursos públicos no importan, la gente siempre tiene derecho a exigir más y, en una sociedad donde reina el abuso de los poderosos, no hay dilema ético en que esos recursos se obtengan haciendo trampa.

Ahora tenemos la posibilidad de observar las consecuencias de esta cultura de la deshonestidad, fomentada como respuesta a las inequidades y las injusticias. Decenas de miles de empleados públicos que, sin ruborizarse, roban recursos fiscales a través de licencias médicas falsas; una práctica generalizada y de hace mucho tiempo, pero que, con la anomia y el desbande ético de los últimos años, ha superado cualquier límite, incluso el de viajar al extranjero durante el reposo. ¿Boleta o factura?, preguntan con toda naturalidad en restoranes y supermercados. Otra metonimia del Chile actual, un país donde hacer trampa, robarle al Estado, saltarse los torniquetes, violar la ley, no solo son conductas normalizadas sino, para muchos, casi un acto legítimo de resistencia.

Y ahí estamos, en la plenitud de ese abismo, creyendo que, con algún ajuste legal o una nueva comisión de gobierno, esto podría revertirse.

Por Max Colodro, filósofo y analista político

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