Ley Uber: cómo un mal reglamento puede afectar un buen servicio

La regulación propuesta por el gobierno es un paso atrás respecto a las necesidades modernas de transporte público y tendrán un grave efecto en los usuarios y el empleo, algo que todavía puede evitarse.



Como sucede con todos los cambios tecnológicos, las empresas de transporte de aplicaciones, como Uber o Cabify, irrumpieron en el mercado mundial sin previo aviso y sin regulación alguna. Su éxito fue inmediato entre los consumidores, que optaron en forma creciente por este servicio versus el ofrecido por los clásicos taxis. La razones de lo anterior eran simples: se trata de un servicio eficiente, rápido, seguro y más económico que las alternativas.

En Chile, como en otras partes, todo este apoyo trajo consigo dos situaciones, que si bien son distintas, se nutren entre ellas. La primera, la irritación de los gremios establecidos, los taxis en específico, que vieron amenazado su monopolio y cuya protesta llegó al punto de agredir a los vehículos de las plataformas, transformando una guerra comercial en una suerte de batalla campal. Esta reacción atrajo la atención del Estado, desatando en forma inmediata su vocación regulatoria, esa que no concibe que existan actividades que no estén enmarcadas en alguna suerte de reglamento.

Regular una actividad nueva siempre es complejo, pero al menos presenta un dilema simple: proponer una legislación que incentive los nuevos desarrollos, o bien buscar la forma de limitar el servicio para proteger a los incumbentes, en este caso, los taxistas. Pues bien, aun cuando la ley que regula las aplicaciones de transporte remunerado de pasajeros -conocida como “Ley Uber”- avanza en establecer una regulación al sistema -sin perjuicio de contener algunas normas que se ven problemáticas, como impedir los viajes compartidos o congelar el parque de vehículos durante un prolongado tiempo-, el reglamento que prepara el Ministerio de Transportes parece seguir, lamentablemente, el segundo camino, al establecer una serie de restricciones -varias de las cuales aparecen injustificadas- que en la práctica afectarán severamente el servicio de las plataformas tal como ahora lo conocemos.

Esto es muy grave toda vez que, para tomar la decisión, la autoridad tuvo a la vista todos los años en que servicios como Uber o Cabify han estado funcionando sin regulación específica, pero sin generar grandes problemas. Por el contrario, es claro que se trata de empresas que son altamente valoradas por los consumidores y que, además, generan una cantidad no menor de trabajo, convirtiéndose así en una opción muy valorada en el mercado laboral.

Entre los aspectos cuestionados, la exigencia de una licencia profesional, tipo A2, como una suerte de señal de garantía de seguridad, parece un exceso toda vez que la experiencia de Uber y Cabify muestra que basta la licencia normal, clase B, para ello. No hay estadística que avale que los vehículos de aplicaciones tienen más accidentes que los taxis, por lo que esta es una de las materias donde se podría haber innovado.

Por otra parte, se establecen una serie de requisitos sobre los vehículos, como una cilindrada mínima de 1.4 cc, que es un absurdo. Primero porque gran parte de los viajes son individuales y no requieren autos de ese tipo; segundo, porque la gracia de las aplicaciones es que permiten elegir el tipo de vehículo que uno necesita. Para qué hablar de que la antigüedad no pueda ser superior a los siete años, considerando que la del parque automotriz es de 9,4 años.

En suma, se trata de una serie de medidas que, con la excusa de regular, solo consiguen limitar el servicio, algo que no se entiende toda vez que, como se dijo, se trata de algo muy valorado por la población, que lo ve como un avance respecto de lo que existía previamente.

Frente a todo esto, Uber lanzó la campaña “déjame moverme”, que hace un llamado a modificar el reglamento de la ley. Hasta el viernes pasado, más de 155 mil personas habían firmado la solicitud, lo que constituye un éxito no menor. La iniciativa advierte, entre otras cosas, que de aplicarse el reglamento actual, el 88% de los viajes que hoy existen no seguirán disponibles, por cuanto se trata de zonas donde el transporte público es casi inexistente. Esto fue ratificado por un estudio realizado por la Facultad de Ingeniería de la UDP. La misma casa de estudio también asegura que uno de cada dos conductores de las aplicaciones no podrá inscribir su vehículo, lo que significa un peor servicio y mayor precio.

Al respecto, el Ministerio de Transportes, en vez de responder a estas inquietudes, lanzó una campaña bajo el eslogan “muévete sin miedo”, aduciendo que la ley lo único que busca es darle mayor seguridad a los usuarios de las aplicaciones, cosa que es un absurdo porque el éxito de las aplicaciones se debe en parte a que la gente confía más en ellas que en otros sistemas.

De esta forma, el reglamento propuesto es una oportunidad perdida para el país de modernizar sus reglas respecto del transporte público. Si había que emparejar la cancha con los taxis lo lógico hubiera sido hacerlo tomando en consideración las bondades de las empresas de aplicación, y no terminar castrando un servicio que hasta ahora, sin regulación, ha mostrado ser de gran beneficio para todos. Es de esperar que el gobierno recapacite en una materia que no es menor para el transporte urbano.

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