Piñera en jaque
Lo primero que impresiona al leer Piñera en jaque (Catalonia, 248 páginas), el reciente libro de las periodistas de este diario Gloria Faúndez y Paula Catena, es lo muy, muy corto que fue el gobierno extremadamente largo de Sebastián Piñera. Una prolongada, casi interminable agonía, se presenta ahora con su cruda brevedad, y con ese cierre inesperado, tan poco después, que es difícil no verlo como parte del mismo ciclo: la muerte del expresidente.
Tengo el recuerdo de una conversación alrededor de marzo del 2019, cuando el gobierno cumplía su primer año. El presidente dijo que alguien le había advertido que el peor año de un gobierno es el segundo. El primero, el 2018, había sido un poco caótico, por el desorden de la derecha, que había perdido el Parlamento, y, hacia fines de año, por la caída del plan para La Araucanía con el asesinato de Camilo Catrillanca. Pero, con su inveterado optimismo, el presidente concluía que hacia fines del 2019 se retomaría con fuerza el crecimiento y habría otro panorama.
Lo hubo. No el que esperaba, sino uno de fuego y violencia, extendido por todo el país. Las 10 semanas finales de ese año fueron las más violentas que haya vivido Chile desde el Golpe de Estado de 1973.
Se puede imaginar que, como dicen las autoras, lo que más le dolió a Piñera fue suspender las cumbres de la APEC, prevista para noviembre, y la COP25, para diciembre. Pero es bastante posible que varias de las acciones más perturbadoras de los disturbios, como los incendios en el Metro, estuvieran planificadas precisamente para esas fechas, para arruinar ante el mundo el “oasis” que era Chile, según su definición.
El principal pensador de la revuelta, Furio Jesi, escribió que “existe una estrecha relación entre la génesis y el desencadenamiento de los fenómenos de insurrección espontánea y las diferentes formas asumidas por los símbolos del poder”. Ese símbolo era el propio Sebastián Piñera. La revuelta no iba a parar hasta verlo derrotado.
Se ha insistido en la deslealtad con el régimen democrático que mostró gran parte de la izquierda en esos días. De esto no cabe ya mucha duda, aunque tampoco de que esa izquierda estaba igual de sorprendida y extraviada. Pero es algo distinto leerlo ahora, con nombres y apellidos, desprendido de las justificaciones de ocasión, con toda la crudeza de la política en sus niveles más bajos. Los sucesos de ese trimestre siguen siendo un misterio y cada nuevo detalle sin esclarecer aumenta la oscuridad: por ejemplo, el llamado del diputado Gabriel Boric al ministro Gonzalo Blumel, el mismo 18 de octubre, donde le asegura que “lo que está pasando es serio”. ¿Cómo sabía? ¿De dónde había obtenido esa información tan crucial antes de que ocurriera lo peor?
El libro ofrece un retrato vívido de un gobierno en medio de una crisis que no entiende, que no se detiene con nada, que fluctúa como una tempestad, con la danza de asesores en pugna, vendehúmos y ministros, chamanes y tarambanas, y políticos, muchos políticos, entre los cuales el presidente se pierde, toma apuntes inútiles y escucha tantas soluciones, que no llega a tener ninguna. Los militares lo abandonan (esto no lo dice el libro). Carabineros no da más. No hay refuerzos ni abastecimiento. El presidente está derrotado: sólo que, afuera, los revoltosos no lo saben. Y si es así, si el adversario no lo sabe, nadie está totalmente derrotado.
Creo haberle recordado en esos días su afirmación sobre el segundo año. Replicó con una sonrisa amarga: íbamos tan bien, récord de consumo para Fiestas Patrias, récord de ventas en el cibermonday, venía el despegue... Le pregunté si le habían sugerido dejar La Moneda. Dijo algo vago y después: “No, pero no voy a dejar La Moneda, cómo se le ocurre”.
A la deslealtad de izquierda se suman las inmensas deslealtades dentro de la propia derecha, hasta llegar a esa jornada en que tanto la coalición como el gobierno se quiebran ante las opciones de sacar a los militares o impulsar una reforma a la Constitución.
Quien les ofrece esa idea es el presidente del Senado, Jaime Quintana -que está en la línea de sucesión, vaya desinterés-, casi como un regalo para desactivar la asonada. Se discutirá por años cuál fue su valor, pero no fue el de detener la revuelta, que siguió y siguió y hasta se proponía regresar con más fuerza después del verano del 2020. Tampoco condujo a modificar la Constitución. Y los dos proyectos rechazados más tarde sugieren que nunca hubo interés en ello, que no era una motivación de la revuelta. ¿Y los partidos, acaso no se detuvieron? Puede ser, pero eso sí que no tiene ninguna importancia.
Lo que detuvo la revuelta fue otra desgracia: el Covid-19. Comparado con el anterior, este era un rival claro: camas o muertes; ventiladores o muertes; vacunas o muertes. El presidente no necesitaba más que un asesor, el fiel ministro de Salud Jaime Mañalich, demasiado impermeable a la opinión ajena como para durar mucho.
Y otra vez la deslealtad de los suyos, que en un cierto momento conduce a que nueve diputados y cinco senadores de RN y la UDI voten no sólo por retirar un 10% de los fondos previsionales, sino por quebrantar atribuciones constitucionales del presidente. Chile paga los costos de ambas transgresiones hasta el día de hoy. Sorprende que muchos de esos parlamentarios sigan todavía, otra vez de candidatos al mismo Congreso. La democracia tiene estos problemas, qué se le va a hacer.
Visto en retrospectiva, parece claro que a Piñera II le tocó el peor Congreso de la historia, tanto desde el punto de vista legislativo como del de representación de las fuerzas del pensamiento, tanto en la oposición como en el oficialismo.
Faúndez y Catena hacen el balance: 11 interpelaciones a ministros, siete acusaciones constitucionales, la destitución de un exministro del Interior y dos acusaciones constitucionales contra el Presidente. Y tres grandes caídas del gabinete.
Si creía que con abandonar a Piñera la derecha se salvaría del contagio, la primera respuesta la tuvo el 21 de mayo del 2020, cuando fue arrasada en las elecciones municipales y, lo que era mucho peor, en la Convención Constitucional, donde no llegó a tener ni siquiera el tercio con capacidad de veto. Eso debió ser una lección acerca de cómo valoran los votantes la lealtad entre partidos y gobierno.
Piñera aguantó todo esto y vio con desánimo la desangelada competencia dentro de la derecha por la siguiente elección presidencial, que finalmente no ganó ninguno de los cuatro candidatos de su coalición, sino José Antonio Kast, una derecha más a la derecha, que tenía a Piñera en el centro de sus reproches, no ahora, sino desde siempre. Kast no logró defender su triunfo de primera vuelta y en la segunda fue derrotado por el candidato del Frente Amplio, Gabriel Boric.
El segundo gobierno de Piñera fue una increíble aglomeración de asombros, una cabalgata por los tiempos más convulsos del Chile del siglo XXI. Piñera en jaque refleja esa sucesión de hechos inauditos, pero también revela cosas que permanecían en la sombra, que no sabíamos. Y, por lo tanto, es sobre todo una luz sobre un pasado que, a pesar de su cercanía, ha permanecido parcialmente en la penumbra. Una gran luz.
Lo último
Lo más leído
5.
6.
Contenidos exclusivos y descuentos especiales
Digital + LT Beneficios$3.990/mes por 3 meses SUSCRÍBETE