Violencia: condena, patología y orden



Por Francesco Penaglia, académico Política y Gobierno, Universidad Alberto Hurtado

El 18-O reabrió una serie de debates en el país, siendo uno de ellos la violencia en las protestas. Esta discusión se ha desarrollado a través de cuatro nudos argumentales: primero, quienes desde una perspectiva ético-normativa señalan que la violencia atenta contra la democracia. Esta posición generalmente va acompañada de un emplazamiento a que la violencia no debe explicarse ni interpretarse, si no únicamente condenarse. Segundo, quienes centrándose en marcos conceptuales en desuso, emparejan conflicto social y violencia con un conjunto de comportamientos llamados “patologías sociales” como la delincuencia, la violencia común y la drogadicción. Tercero, quienes se aproximan al fenómeno únicamente desde un asunto de orden público y, por tanto, sin esfuerzos de comprensión, plantean que el asunto debe abordarse con acciones represivas y disuasivas. Estas tres líneas argumentales enmarcan los límites mediáticos del debate: la violencia debe condenarse sin matices al ser una manifestación desviada y patológica de delincuentes a quienes hay que reprimir y enjuiciar. Cualquier posición que escape de ese marco hace apología y es cómplice. Esta clausura limita cualquier posibilidad de comprensión y entendimiento, acrecentando la distancia entre élite y los fenómenos sociales que ocurren de manera subterránea. Un cuarto eje del debate opera a nivel microsocial, también vinculado a un componente ético, centrándose en qué es y no violencia: Sename vs. semáforos, colusión vs. saqueos, glorias del ejército vs. barricadas, extractivismo vs. veredas, superricos vs. indigencia. Sin embargo, más allá de una discusión ética, es relevante la comprensión de la violencia, distinguiendo diversos fenómenos que en ella cohabitan: la violencia vinculada al pillaje, ampliamente estudiada por la historiografía; la violencia como anomia, estudiada por el funcionalismo, vinculada a cohesión, abusos, pertenencia e injusticia; y la violencia como repertorio de acción.

Deteniéndome en esta última, la pregunta relevante es qué elementos operan a nivel subpolítico que permiten la conformación de imaginarios sociales legitimadores de la violencia. Esta vendría acompañada de una decisión racional, es decir, para quienes la usan, tiene un sentido y permite obtener resultados: “el camino es la revuelta”. De esta forma, habría que preguntarse: ¿Habría existido proceso constituyente sin 18-0, leyes laborales sin conflicto obrero, independencia sin guerra? Una mirada socio-histórica mostraría que política y violencia son expresiones y momentos de un continuo de orden, rupturas y cambios con repertorios de violencia. Estos elementos podrían operar como incentivos a tales repertorios, principalmente en momentos en que para el imaginario de los impugnadores se invalida la premisa central de la democracia liberal: resolución pacífica de las discrepancias a través de la mediación institucional que supone un acceso igualitario a la toma de decisiones respetando a las mayorías. Entonces, es válido preguntarse si el funcionamiento político institucional chileno entrega más incentivos al voto o a la acción directa, o qué mecanismos disponibles para los impugnadores les ha permitido mayores resultados, y por qué. Esta y otras preguntas enmarcan un campo clásico de investigaciones orientado a comprender y explicar las causas estructurales del fenómeno y las decisiones de los impugnadores. Quizás ello tenga más sentido que la tautología entre condena, patología y orden público.

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