Allen v. Farrow: El estigma de la ex despechada




En febrero de este año se estrenó en HBO la miniserie documental Allen v. Farrow, dirigida por Amy Ziering y Kirby Dick. En ella se investiga uno de los escándalos más recordados de la década de los noventa; la separación del director de cine Woody Allen y la actriz Mia Farrow –luego de 12 años de relación y 13 películas dirigidas por él y protagonizadas por ella– y las acusaciones y apelaciones que vinieron después.

La historia, en mayor o menor medida, siempre rondó en el imaginario colectivo; la pareja se conoció en 1979, años después de que Farrow protagonizara la película de Polanski que la llevó al estrellato, Rosemary’s Baby. Tuvieron a su hijo Ronan Farrow en 1987 y en 1991 Allen adoptó oficialmente a los dos hijos menores de Mia, Moses y Dylan. Esta última, en 1992 y con apenas siete años, reveló haber sido víctima de abusos sexuales por parte de su papá adoptivo, cuando en una tarde de agosto él fue a visitar a la familia a la casa de veraneo. Unos meses antes, Farrow había encontrado fotos íntimas de otra de sus hijas, Soon-Yi Previn (que había adoptado junto al compositor André Previn y que por ese entonces tenía 21), en un cajón de Allen. Finalmente, en 1997 y en medio de las acusaciones, Woody Allen y Soon-Yi se casaron.

Entre medio hubo más acusaciones, denuncias, contraacusaciones, pesquisas, reportes médicos y conferencias de prensa. Pero a la base, el caso parecía reducirse para la opinión pública a dos posibles historias; en una, un padre abusa sexualmente de su hija de siete años y después se casa con otra de las hijas de su ex pareja. Y en la otra, una madre entrena a su hija menor para que acuse falsamente a su padre. Solo una de esas historias, como plantea en una columna del New York Times la columnista Alexis Soloski, nos permitió seguir viendo el cine de Woody Allen y no cuestionar nuestras acciones. “Hasta hace muy poco, el público prefería la versión que le permitía a Allen seguir haciendo películas; películas, por cierto, en las que mujeres jóvenes entablaban voluntariamente relaciones con hombres mayores y más poderosos”, planteó Soloski en la columna. “Es casi como si a través de sus tramas nos estuviese acostumbrando a las asimetrías de poder”, reflexiona en la miniserie una fuente y amiga cercana de Mia Farrow.

Y es que, en una década en la que la narrativa relacionada al género planteaba que las mujeres se tenían que liberar, siempre y cuando eso no implicara una real desestabilización del sistema (o una efectiva puesta en jaque del estatus quo), una historia como la de Mia Farrow no tenía cabida. Como dice Soloski en su columna; “En los noventa las revistas nos mostraban que las mujeres teníamos que ser lindas pero no tan lindas, sexy pero no tan sexy, inteligentes pero hasta cierto punto, y empoderadas pero más que nada para sentirnos cómodas en vestidos y tacos. Nada que realmente traspasara el poder. La cultura nos informaba que habían muchísimas maneras de equivocarnos; con nuestros cuerpos, nuestras carreras e incluso con el cómo hacíamos denuncias de abuso”.

Era una época, como explica la escritora estadounidense Naomi Wolf en su libro El mito de la belleza (1990), en la que, si bien los derechos de las mujeres habían aumentado, las cárceles seguían ahí; y es que las presiones que sentían por adherir a estándares sociales impuestos e inalcanzables de belleza física -con referentes de la época como Kate Moss- y del rol que debían cumplir, también aumentaron. Debido principalmente a la publicidad y a los medios de comunicación masiva. Y esa presión, como explica la autora, comprometió la capacidad de las mujeres para ser eficaces y aceptadas por la sociedad. Es en ese contexto que Woody Allen, conocido hasta entonces por esquivar a los periodistas, se presentó en 1992 en una conferencia de prensa en el Hotel Plaza. Ahí declaró: “Estas nuevas acusaciones son el invento grotesco de una mujer despechada y despreciada, que está enojada porque me enamoré de su hija”. Palabras, por cierto, meticulosamente seleccionadas, porque al recurrir al ‘amor’, como se plantea en la miniserie, estaba desviando la atención de cualquier otra posibilidad narrativa. Palabras, también, que siguieron replicando sus seguidores, que hasta el día de hoy cuestionan y estigmatizan a Farrow.

De base había una historia de abuso, manipulación y extorsión, pero la sociedad optó por no verlo así. Fue más fácil –o menos incómodo– aceptar que Mia Farrow era una ex resentida (total, la cultura ya se había encargada de que conociéramos bien ese imaginario), que aceptar que la eminencia del cine, Woody Allen, fuese un abusador. O, como lo puso Dylan Farrow en una entrevista al medio CBS en 2018: “Lo que no entiendo es por qué una historia que plantea que me lavaron el cerebro y me entrenaron para mentir es más creíble que lo que estoy diciendo respecto a mi papá”.

Soloski responde a esa pregunta en su columna. “Esa historia es más creíble porque refuerza las normas de poder y control. Porque apoya la idea de que las mujeres son dañinas y poco confiables. Porque hacer que las mujeres se sientan mal, es lo que a nuestra cultura le encanta hacer. Y si una mujer como Mia Farrow –linda, famosa y referente– pudiera ser expuesta como una villana, se vuelve mucho más fácil deslegitimarnos al resto de nosotras”.

Como explica la antropóloga de la Universidad de Chile, Carolina Franch, se trata de las estrategias modernas para seguir instalando y reforzando la lógica patriarcal, en un mundo en el que esa lógica se ha empezado a cuestionar. Si nos volvemos al pasado, cuando las mujeres salieron al espacio público, en especial al ámbito laboral, el primer efecto rebote y colateral fue el acoso laboral ejercido por parte de sus superiores. Ese es uno de los famosos ‘backlashes’ o resistencias a los avances feministas. “Frente a una ganancia para las mujeres, se genera una estrategia de resistencia; nosotras salimos a trabajar e inmediatamente se nos acosa, hostiga o maltrata. Ese es un mecanismo para excluirnos de esos espacios”, explica la especialista. “Así mismo ocurre en este caso; apenas empiezan a salir a la luz denuncias de acoso y abuso sexual, la estrategia en contra es la de deslegitimar la voz de la mujer que denunció. Y eso se logra postulando que se trata de una mujer loca, despechada, exagerada y vengativa. Que tiene segundas intenciones dañinas”.

En el caso de Mia Farrow en particular, a eso se le suma que su denuncia no va dirigida exclusivamente a Woody Allen, sino que a toda una industria que históricamente ha avalado sujetos que se aprovechan de su posición de poder en desmedro de los y las demás. “Ella no está denunciando a cualquier sujeto, sino que a uno que tiene un imperio dentro de la industria cinematográfica. Entonces con su denuncia se instala una crítica hacia un tipo de dirección, de producción y una manera de hacer las cosas. Viene a poner en jaque y a responsabilizar a toda la industria, porque su discurso desmonta prácticas de abusos de poder muy naturalizadas. Eso es lo problemático, que si le creemos a Farrow, implica que habría que hacer una revisión para atrás y para adelante, y así desmantelar una dinámica histórica de cómo se ejerce el cine en una sociedad patriarcal. Obvio que así es más fácil no creerle”, reflexiona Franch. Y es que efectivamente, si optamos por creerle, tendríamos que enfrentar –como sociedad, pero también la industria del cine en particular– que hemos avalado dinámicas de abusos de poder y apoyado a abusadores, fascinados por su ingenio y sin detenernos a cuestionar sus actos.

Es, a su vez, una resistencia frente a la posibilidad que las mujeres se abran en espacios que históricamente no les han pertenecido. Y en eso, como dice Franch, siempre es más fácil decir que la ex está despechada porque es un imaginario que ya está muy asentado. “Cuando decimos la loca, todo el mundo sabe en qué consiste ese estereotipo; la mujer gritando y agarrándose los pelos. No hay que describirlo o representarlo. Y en la contemporaneidad, esto viene a desacreditar e invalidar la voz de la mujer cuando expresa un daño”, explica. “Porque no es que los sujetos subordinados no hayan expresado ese daño, es que no tenemos las herramientas auditivas o la capacidad de escucha y entendimiento de estas historias, porque no han tenido cabida. Entonces las procesamos y traducimos como despecho, rabia y venganza”.

La socióloga del Observatorio de Género y Equidad, Tatiana Hernández, explica que en una sociedad que normaliza y reproduce la violencia de género, operan ciertas representaciones sociales que sirven para mantener el estatus quo. Dentro de éstas, está la mujer perversa, que inventa cosas para herir o dañar al otro. Una mujer dañada y dañina. “Y este imaginario viene desde la mitología griega, cuando se mostraba a mujeres poderosas pero que siempre traían la desgracia a la sociedad. Hoy, con tal de mantener una sociedad en la que los hombres pueden hacer y deshacer como quieran –independiente de que algunos hayan elegido conscientemente no hacerlo–, preferimos responsabilizar a las mujeres y hacer que la culpa de lo ocurrido recaiga en ellas. Porque incluso aquellos que le creen a Mia se han cuestionado cómo lo permitió o cómo nunca se dio cuenta que esto estaba pasando en su casa. Ahí está el otro juicio, el de la mala madre”, explica. Y es que siempre se ha encontrado una manera de culpar a la mujer, a ratos para excusar a un hombre más culpable. Como dice Soloski en su columna, retratar a las mujeres como cómplices y merecedoras de desprecio hace que se pueda justificar la subyugación. O como concluye Franch: “El mismo oído socializado en este sistema escucha una historia de dolor y la entiende en códigos de venganza, despecho o locura”.

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