Paula

Jacqueline Deutsch: “Los adolescentes necesitan validación, no solo corrección”

Con más de 20 años de experiencia clínica, la psicóloga Jacqueline Deutsch escribió 'El viaje adolescente', un libro que invita a madres y padres a dejar de lado los prejuicios y mirar esta etapa con menos temor y más comprensión.

Todo ocurrió en segundos: una bandeja que resbala, una caída aparatosa, risas que no se detienen, celulares que ya estaban grabando. Lo que para muchos fue una simple “broma de bienvenida” —planificada y registrada desde distintos ángulos—, para un adolescente sensible y recién llegado al colegio fue suficiente para no querer volver. El video se viralizó antes de que él pudiera siquiera limpiarse el uniforme. Para cuando volvió a la sala, su vergüenza ya estaba circulando en los grupos de WhatsApp. Fue ahí, en el consultorio de la psicóloga Jacqueline Deutsch Galatzan, donde este episodio salió a la luz. Un caso entre tantos, pero que resume con una claridad brutal lo que significa ser adolescente hoy: vivir bajo la mirada constante de los demás, sin tregua.

A eso muchas veces se suma la reacción de los padres. En este caso, el papá —un empresario exitoso que se jactaba de haber salido adelante pese a una infancia marcada por el maltrato— no lograba entender por qué su hijo, con todo a su favor, no podía simplemente “aguantar”. “La falla en la validación de lo que sienten y viven los adolescentes, hoy día, es el primer escollo con el que ellos se encuentran”, dice Jacqueline Deutsch —psicóloga con más de veinte años de experiencia— que a raíz de este y muchos otros relatos que ha escuchado en su consulta, escribió El viaje adolescente, un libro donde no sólo visibiliza los desafíos de esta etapa, sino que invita a madres y padres a repensar su rol.

Invita, sobre todo, a cuestionar las ideas preconcebidas que los adultos arrastran sobre esta etapa: que será conflictiva por definición, que los adolescentes se vuelven inevitablemente insoportables, que lo único que queda es aguantar hasta que “se les pase”. Jacqueline ha visto llegar a su consulta a muchos jóvenes convencidos de que están fallando, sin saber muy bien en qué, como si algo en ellos estuviera mal, simplemente porque son adolescentes. Y ha visto también a madres y padres enfrentarse a esta etapa desde el miedo o la incomodidad, como si se tratara de una batalla que hay que ganar.

“Comprender esta etapa y reconocerla como un proceso legítimo —que no necesariamente es el peor momento para los padres ni tampoco para los jóvenes— es lo que me ha motivado en la búsqueda de la comprensión y el entendimiento. Darnos cuenta de que entre lo que él quiere decir y lo que los padres entienden puede haber un gran abismo, porque los prejuicios abundan y distorsionan la comunicación. Detrás de cada adolescente hay una persona en construcción que necesita apoyo, escucha, acompañamiento y seguridad. Y, a veces, también mucha ayuda”, dice.

—Hace poco la serie ‘Adolescente’ de Netflix se transformó en una de las más vistas, ¿crees que ese interés responde justamente a lo mismo: la distancia entre los padres y adolescentes?

El éxito de la serie para mí tiene que ver con que los padres y madres no teníamos conciencia de los efectos que esto podía tener en la salud mental, especialmente de niños y adolescentes. Y lo que muestra la serie, y que pega tan fuerte, es el acceso a un submundo que no conocíamos. Como adultos, pensábamos: “Está en su pieza, con la luz prendida, está en la casa”. Pero no sabíamos a qué estaba expuesto. Siempre asociábamos el peligro a lo que ocurría fuera de la casa.

—Claro, uno sigue diciéndoles a los niños “no hables con extraños”, pero en redes sociales quizás la conversación tiene que ser diferente.

Exacto. Puedes conversar con cualquiera, incluso con personas que no son quienes dicen ser. Y no teníamos conciencia de eso. Hoy ya sabemos cuán dañino puede ser el uso excesivo de redes sociales. Está más que documentado.

—En el libro, ¿defines algunos de esos peligros? Porque claro, uno de los más evidentes es el miedo a que se vinculen con desconocidos. Pero también está lo que decías sobre el bullying que se traslada de forma mucho más brutal a las redes, o la tendencia a validarse a través de los likes, de esperar aprobación de otros…

Sí, están todos esos. Y también el impacto en la salud mental. Lo podemos ver desde varios niveles. Por ejemplo, físicamente hay niños con síntomas de privación porque los estímulos que reciben son constantes y adictivos. TikTok, por ejemplo, con sus videos cortos, genera verdaderos “shots” de dopamina en el cerebro. Hay estudios con neuroimágenes que muestran que se activan las mismas zonas que con el consumo de cocaína. Es una adicción real.

—¿Y en lo psicológico?

Ahí está la necesidad de validación externa. Es brutal. Las imágenes que se muestran no siempre son reales. Nadie sube una foto donde se vea mal. Y en una etapa tan vulnerable, donde la opinión de los pares pesa más que la de los padres, esa sobreexposición vuelve a los adolescentes muy frágiles.

DE COPILOTO A PILOTO

—En el título del libro usas la metáfora de pasar de piloto a copiloto. ¿Qué significa eso para ti?

Pensé mucho en esa imagen. Antes tu hijo iba atrás, en su silla, bien protegido. Luego se sienta al lado. Y un día tienes que pasarle las llaves. Ese momento da vértigo. La autonomía es necesaria, pero la idea no es corregir, sino conectar. Ser copiloto. Porque el protagonista del viaje es el adolescente.

—¿Y cómo acompañar ese proceso sin perder autoridad?

Yo siempre digo: hay que elegir las batallas. Hay cosas en las que se puede ceder —como el arito, el color del pelo, la música que escuchan— y otras que son intransables, como con quiénes se relacionan, hasta qué hora salen o cuántas horas pasan conectados. Muchas veces nos enfrascamos en discusiones que en realidad no son tan importantes, y eso desgasta la relación. Lo fundamental es tener claro que vamos a enfrentarnos a situaciones complejas, y que no se trata solo de imponer, sino de revisar también desde dónde estamos hablando.

Porque cuando uno pone una norma o dice algo, también está poniendo en juego su propia historia. ¿Cómo fuimos criados nosotros?, ¿desde qué inseguridad o expectativa estamos actuando? Muchas veces lo que uno impone no tiene que ver con lo que el hijo realmente necesita, sino con lo que uno mismo necesita controlar. Y esa desconexión se nota. A los adolescentes, por ejemplo, les molesta mucho cuando usamos un argumento del tipo “cuando yo tenía tu edad...”. Porque sí, tú a esa edad hacías tal o cual cosa, pero el mundo cambió por completo.

También es importante cómo decimos las cosas. La forma en que comunicamos activa nuestro sistema de apego. Por eso a veces no es solo que “nos contestan mal”, sino que hay algo en cómo les hablamos que también está generando resistencia. El desafío está en conectar más que corregir, y eso requiere consciencia de parte de los adultos.

—¿Qué tan necesarios son los límites?

Los límites y los acuerdos dan seguridad. El adolescente necesita saber hasta dónde puede llegar. Muchas veces desafía justamente para comprobar si hay un marco claro o no. Y si ese marco no existe, si no hay referencias, aparecen las conductas de riesgo. No porque quieran “portarse mal”, sino porque están buscando hasta dónde pueden llegar.

Ahora, no todos los temas son igual de relevantes. Cada familia tiene su cultura, su sistema, sus valores. Hay que elegir cuáles sí y cuáles no, porque poner límites también es entrar en un proceso que desafía a los padres y que implica crecimiento para todos.

Ahí es donde cobra sentido la metáfora del copiloto. No se trata de pasarles las llaves del auto sin haber construido antes una relación de confianza. Uno no le da autonomía a un hijo que no sabe manejar. Para soltar, primero hay que haber enseñado, acompañado, haber generado un lenguaje común. Y muchas veces eso no pasa por largas explicaciones, sino por una forma de comunicarte en la que tu hijo sepa que, aunque no le guste, puede confiar en lo que le estás diciendo.

—A eso se suma que en esta etapa cuesta acercarse; están más aislados, no quieren hablar…

Y eso también es natural. Hay una necesidad real de estar solos, de dormir más, de no escuchar tanto a los padres. Es parte de un proceso fisiológico y cerebral profundo. Siempre hemos asociado la adolescencia a cambios físicos visibles, pero hoy gracias a la neurociencia sabemos que los cambios más significativos ocurren en el cerebro: se activa la poda neuronal, cambian las áreas que responden al apego y se refuerzan los vínculos con los pares. Por eso los amigos se vuelven tan importantes —a veces incluso imprescindibles—, y por eso también les molesta tanto sentirse vigilados por los adultos.

Muchas veces sentimos que se encierran en su pieza y no sabemos si dejarlos o insistir. Y no es blanco o negro. Se trata de encontrar otras formas de llegar. A veces ni siquiera es necesario hablarles directamente: basta con decir algo delante de ellos, dejar el mensaje. Ellos escuchan, aunque no lo parezca.

También hay que establecer acuerdos que respeten su espacio pero que permitan mantener el vínculo. Por ejemplo, puedes aceptar que estén en su pieza un rato, pero también pedir que bajen a comer y que ese rato sea sin celulares, los de todos: los de ellos y los tuyos también. Esa coherencia es clave.

—¿Qué esperas lograr con el libro?

Sobre todo, invitar a madres y padres a conectar más que a corregir. A entender que ser adolescente hoy es muy difícil: es una etapa dura, exigente, llena de presiones internas y externas. Por eso quise escribir un libro que, si bien es realista, ofrece también una mirada empática y compasiva. Está lleno de ejemplos, de situaciones concretas, pero sobre todo quiere mostrar que los adultos también tienen un rol muy importante en este proceso de individuación.

El viaje adolescente no es solo del hijo, también es del adulto que lo acompaña. Porque en ese camino aparecen nuestras propias historias, nuestros sistemas de apego, nuestras ansiedades. Muchas veces los papás con apego más ansioso son los que más presionan, los que no toleran que sus hijos tengan otro ritmo, otra forma, otra sensibilidad. Y eso solo genera más tensión.

Hay una verdad incómoda que trato de dejar clara: los adolescentes no reaccionan bien cuando se sienten controlados. Intentar mantenerlos bajo un pulgar firme solo provoca más resistencia, más distancia. La invitación es a hacer algo distinto: en lugar de temerle a esta etapa, abrazarla con sabiduría. Mantener una línea de comunicación abierta, sin dramatismo, sin juicios. Y recordar que, al final del día, están juntos en esto.

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