Paula

Miriam Mamani Castro: La eterna aprendiz

De acuerdo al último Censo, un 11,5% de la población en Chile se identifica como perteneciente a un pueblo originario y más de la mitad son mujeres. Esta es parte de una serie de entrevistas que rescatan la voz de mujeres aymara -el pueblo más numeroso después del Mapuche-. Todas ellas son herederas de la tradición textil de Isluga, un poblado ubicado en el altiplano del extremo norte, a más de 4.000 metros sobre el nivel del mar, que es considerado la cuna de la textilería aymara.

Fotografías: Carolina Vargas y Lydia González

Lo poco y nada que sabía de niña, dice Miriam Mamani Castro, lo aprendió echando a perder. “Si usted quiere hilar, ahí tiene lana e hiladora, aprenda”, le dijo su abuelo cuando tenía diez años, y a punta de errores Miriam se puso a experimentar. “Se me cortó el hilo un montón de veces, pero yo hilé, hilé, hilé, hasta que un día lo logré. Para mí era una forma de hacerme mi platita. Todo lo que hilaba lo vendía. Nunca tejí porque no sabía hacer nada con la lana”.

El hilo de sabiduría, cuenta Miriam, se cortó cuando su mamá quedó huérfana. “Mi abuela falleció cuando mi mamá era bien chiquitita, así que ella creció de casa en casa, primero con una tía, después con otra, pero sin una madre que le enseñara todos sus saberes. Nunca aprendió a tejer de forma tradicional así que no pudo enseñarnos”, dice Miriam con cierto pesar. Ha de ser por eso, reflexiona, que el impulso por aprender llegó tan tarde, a los treinta años, cuando dejó su natal Caminito y llegó a vivir a Pozo Almonte, donde también vivía su hermana Claudia.

“Claudia fue la primera de las seis hermanas que retomó esos conocimientos. Ahí empecé a ver que ella y sus vecinas tejían frazadas, chales y bufandas para los suyos, siempre con la ayuda de sus hijas, mientras que yo no sabía hacer nada. ¿Cómo le iba a enseñar a mi hija a sustentarse solita? Ya tenía cuatro años y yo quería que ella viera desde chiquitita que si un día uno no tiene, uno puede hacerse sus cosas con sus propias manos. Ahí fue que me entraron las ganas por aprender”, cuenta Miriam.

Fotografías: Carolina Vargas y Lydia González

Fue como partir de cero. No tenía hilo y menos un telar, pero tenía a Claudia. “Ella me iba diciendo: este te sirve, este no, traigamos esto, traigamos lo otro. Hasta que un día me arregló un telar de dos pedales”, recuerda Miriam. “Como Claudia vivía al frente mío, cuando me quedaba atrapada en el telar le pegaba un grito y ella venía y me sacaba del entuerto. Échame una manito aquí, me decía, y mientras yo la ayudaba iba aprendiendo, hasta que un día me invitó a unirme a su grupo: el Taller Rescatando Nuestras Raíces”.

—¿Pero cómo? ¡Si yo no sé tejer!—, reaccionó Miriam de un salto.

—¡Pero aprendís po!—, le retrucó Claudia.

Con las nociones más básicas aprendidas, apenas se integró al taller Claudia la sentó frente a un telar de cuatro estacas, donde Miriam tejió su primera frazada con diseño, con kisa y salda, en lana de oveja de color gris oscuro. Mientras sus manos tejían y tejían, en su vientre crecía Joaquín, el menor de sus tres hijos. “Él fue mi compañero en este camino desde que estaba en mi guatita. En las capacitaciones de Artesanías de Chile lo conocieron recién nacido, cuando lo llevaba en el coche”, rememora emocionada, pues fue en esa misma época, entre telares que apenas podía maniobrar, cuando nació ella: la Miriam tejedora, la eterna aprendiz.

De los siete años que lleva tejiendo, dice hoy, hay una cosa que se mantiene intacta: esa inexplicable fascinación que le provoca aprender. Por eso, sin importar si es un buen día de feria, donde tiene hace diez años un puesto, cuando hay una capacitación Miriam guarda todo y parte rauda a su casa, organiza y apila sus lanas, y le pide un aventón a su pareja, quien trabaja conduciendo su propio taxi. Nunca la espera, dice Miriam, porque nunca se sabe cuando se va a quedar tejiendo hasta que el sol se esconda.

“Como soy nuevita en esto pienso que siempre se puede saber más. Por eso digo que nunca quiero enseñar, porque para mí no hay mayor satisfacción que aprender algo nuevo, ya sea de la profesora o de mis compañeras. Todo ese tiempo que uno invierte, todo el cariño, el esfuerzo y las ganas, se reflejan en mis prendas.

“La pieza habla de quien la crea”, reflexiona. Y si sus piezas hablan de ella, todo puede resumirse en una palabra: arrojo. “Cuando empezamos a hacer el trenzado y las fajas de esta colección yo no tenía idea, pero me tiré a aprender. Después, aprovechando el vuelo, le pedí a una prima que me telara una faja igual a las que hicimos, pero un poco más grandecita, para seguir ejercitando”, cuenta dichosa. “Es que cuando yo me siento a tejer y veo cómo va avanzando el dibujo es algo tan hermoso para mí. A veces hasta le saco fotos y digo: pucha que está lindo, pucha que me está quedando bien, ‘pucha Miriam que has mejorao’. Por eso, cualquier cosita que no sé yo siempre digo: ‘enséñeme por favor’”, asegura, mientras en su cabeza planifica un nuevo desafío: tejer a sus 37 años su primer aksu.

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  • Este testimonio es parte del libro Herederas de Isluga, publicado en 2021 por Fundación Artesanías de Chile (@artesaniasdechile), que recopila 18 historias de artesanas Aymara de la Región de Tarapacá. Todas ellas comparten una sabiduría donde se funde su relación con la naturaleza y sus ritmos vitales: son herederas de la tradición textil de Isluga, un poblado ubicado en el altiplano del extremo norte, a más de 4.000 metros sobre el nivel del mar, que es considerado la cuna de la textilería aymara. Por el valor de estas historias, estos testimonios son rescatados por Paula.cl.
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