Paula

Presiones estéticas en las artes escénicas: cuando el cuerpo pesa más que el talento

Mientras el público aplaude, detrás del telón se viven tensiones que van más allá del arte. Las exigencias estéticas siguen marcando el cuerpo de quienes trabajan en escena, aunque pocas veces se hable de ellas.

Vemos telenovelas para distraernos, vamos al teatro para emocionarnos, a los conciertos para vibrar y a las funciones de danza para maravillarnos con el arte en escena. Encendemos la televisión y ahí están: actrices, bailarinas, cantantes, animadoras.

Todo parece perfecto, calculado al milímetro. Pero lo que no se ve —lo que queda tras bambalinas— va mucho más allá del talento o las horas de ensayo. Lo que no se ve son las presiones estéticas que enfrentan, día tras día, quienes trabajan en las artes escénicas. Una coreografía de culpa, dismorfia y desmayos silenciosos que nadie aplaude.

Lo digo desde adentro. Soy nutricionista especializada en trastornos de la conducta alimentaria e imagen corporal. En consulta, escucho a profesionales de las artes escénicas convencidas de que no rinden porque están “muy gordas”, cuando en realidad están peligrosamente debilitadas.

Lo que les falta no es bajar más de peso. Lo que les falta es energía. Pero en lugar de apoyo, reciben culpa. Y quienes están detrás —profesores, entrenadores, directores, productores— muchas veces refuerzan ese castigo. Premian la delgadez, penalizan el espacio que ocupa un cuerpo y omiten el talento. ¿Cuántas veces más vamos a invalidar lo que un cuerpo puede lograr, solo por cómo se ve?

También acompaño a mujeres que ya ni siquiera audicionan. No porque no quieran, sino porque saben que no encajan en el molde. Siempre las llaman para los mismos papeles secundarios: personajes funcionales, sin historia propia, definidos más por a quién acompañan que por quiénes son. Como si los personajes complejos estuvieran reservados solo para ciertos tipos de cuerpos.

Porque sí: la violencia estética también es clasista. Premia lo que históricamente se ha asociado al estatus —delgadez, piel clara, rostro “fino”— y margina lo que se asocia a lo común o periférico.

Algo similar vivió la actriz Paloma Larraín, quien me confidenció que: “durante mucho tiempo sentí la presión de encajar en un estereotipo. Me teñí rubia porque me dijeron que así tendría más posibilidades en los castings. Aunque era caro, me daba alergia y me cansaba, lo seguía haciendo porque supuestamente así ‘me iba a ir mejor’. Como muchas colegas, hice dietas. No para interpretar un personaje específico, sino porque simplemente ser delgada era una condición no escrita para pertenecer”.

Ahí está también el caso de Cris Morena, la productora argentina de exitosas telenovelas juveniles como Floricienta, Rebelde Way y Casi Ángeles, conocida por exigir a sus protagonistas cuerpos extremadamente delgados como requisito para aparecer en pantalla. Dietas impuestas, cuerpos moldeados a la fuerza, decisiones creativas regidas por la báscula. Eso no es anecdótico. Es estructural.

En la música, el patrón se repite. Las artistas pop deben cantar, bailar, mantenerse delgadas, pero con curvas, ser sexys pero discretas, tener experiencia, pero parecer eternamente jóvenes. Todo mientras sonríen y luchan por no desvanecerse en el escenario.

Nos dicen que hoy hay más inclusión. Y sí, vemos más diversidad en pantalla. Pero muchas veces esa diversidad funciona más como decorado que como transformación real. Sirve para el discurso, pero no cambia el guion de fondo. Seguimos aplaudiendo cuerpos normativos como si fueran sinónimo de éxito, salud y disciplina.

Y aunque las actrices, bailarinas, presentadoras o cantantes no inventaron estos estándares, tampoco son inocuas cuando los refuerzan. Hoy no solo están en escena: también están en redes. Cuando comparten sus “antes y después”, sus rutinas extenuantes o la clínica donde se retocaron la nariz, el mensaje es claro: el cuerpo debe cambiar para ser válido.

Muchas afirman que “no se debe opinar sobre cuerpos ajenos”, pero al mostrar sus transformaciones, sus menús restrictivos o su “secreto” para bajar de peso, alimentan —sin quererlo— la comparación, la ansiedad y la culpa de miles de personas que las siguen.

Aunque esta columna se centra en lo que viven las mujeres profesionales, no significa que los hombres estén exentos de estas presiones. También enfrentan exigencias corporales y estéticas, especialmente en industrias como la televisión, la música o la danza. El problema es que hablamos menos de ellos.

Estadísticamente, son quienes menos consultan a profesionales de salud mental o verbalizan su malestar, en parte por los mismos mandatos machistas que los obligan a mostrarse siempre fuertes, indiferentes o autosuficientes. El silencio no implica ausencia de sufrimiento. El silencio implica que todavía no pueden nombrarlo sin ser castigados.

Y mientras tanto, quienes manejan la industria —directores, productores, guionistas, marcas— siguen contratando por talla. Siguen confundiendo estética con talento. Siguen escribiendo papeles para cuerpos, no para personas. La presión estética no nace del público. Nace desde adentro, desde quienes deciden cómo debe lucir una protagonista.

Detrás del telón hay ansiedad, agotamiento, culpa. Hambre disfrazada de vocación. Cuerpos sostenidos por autocontrol, suplementos y miedo. Todo por cumplir con un ideal imposible que se vende como profesionalismo.

No escribo esto para culpar a quienes sobreviven dentro de ese sistema. Muchas no tienen opción. Lo escribo porque esta presión no es solo estética: es una deuda urgente con la salud física y mental de quienes hacen arte todos los días.

Cuando el telón baja, deberían quedar personas. No restos. Y mientras eso no ocurra, ninguna ovación vale el costo.

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