Supermal

Incendios durante Marcha en Plaza Italia

En sistemas complejos -como nuestra sociedad- basta una minoría brutalmente intransigente para imponer sus preferencias sobre la mayoría, pues la interacción entre las partes define el resultado.


Cada época trajo su superhéroe a la pantalla grande. En los ochenta, Superman acaparaba la taquilla. Un idealista, extraterrestre, hijo del rigor en un pequeño pueblo americano, cuyo alter ego -un decente periodista- llegaba a la vibrante modernidad de la ciudad. Todo en Superman eran banderas de lucha en la guerra fría.

Caído el muro, la saga de Batman caló en los cines. El fin de la historia rimaba con Bruce Wayne, quien por medio de su capital, tecnología y una voluntad de hierro doblegaba al crimen organizado y salvaba Gotham City. Batman simbolizaba la fuerza del capitalismo, incluidas algunas de sus contradicciones.

Al comenzar este milenio, Spiderman tomó la batuta. Un joven universitario que el azar -una picada de araña- le dio poderes excepcionales. A cualquiera le podría pasar. Todos podríamos ser Spiderman, cuya lucha principal es con su carácter. Con gran poder viene una gran responsabilidad, repetía Peter Parker.

¿Y nuestro tiempo? Hollywood ha intentado en vano una miríada de superhéroes: Aquaman, Shazam, Capitana Marvel, Black Panther, Deadpool, the Avengers, Ant Man. Sin embargo, la historia de un villano, The Jocker, tocó una hebra. Su estreno ha conquistado algunos récords y en Chile ya superamos el millón de espectadores.

En el desamparo de su vida, el fracasado comediante Arthur Fleck -alter ego del Jocker- encuentra un propósito en la venganza contra un sistema hostil del que se siente rechazado. En su violento despertar se convierte en el símbolo de protestas masivas que tristemente parecen el Chile de las últimas semanas.

El éxito del Jocker resuena con la tesis de Douglas Murray, intelectual inglés, que conecta el derrumbe de las narrativas tradicionales que daban propósito a la vida -entre ellas, la religión y las grandes ideologías políticas- con un vacío metafísico. En respuesta, sugiere su libro The Madness of Crowds, nos aferraríamos a nuevas batallas, muchas veces específicas y puntuales, para encontrar un sentido luchando contra cualquiera que se encuentre en el lado contrario. Así el lucro, la gratuidad, No+AFP, el género, el medioambiente, las preferencias sexuales, se habrían transformado en identidades políticas, con tintes de fanatismo que dividen el mundo entre buenos y malos, imponiendo una autoridad moral sobre cualquiera que opine distinto.

Bajo esa mirada, argüir cualquier progreso conseguido es infructuoso, pues sería contrarrestado por el síndrome de San Jorge, quien después de haber matado al gran dragón siguió buscando más batallas gloriosas. Sin importar cuanto hayamos conseguido, el vacío y frustración prevalentes necesitan de dragones para justificar su lucha, en la cual cualquier certeza anterior queda en jaque. The Jocker, antes de asesinar en pantalla a su otrora ídolo televisivo, advierte: "En este sistema que tanto conocemos, ustedes deciden lo que es bueno y malo, tal como deciden lo que es divertido y lo que no".

En la cultura popular, como en el arte, siempre hay pistas de realidad. No es casualidad ver resabios del Jocker en Cataluña, Francia, Reino Unido, Líbano, Argelia, Hong Kong, Brasil, Ecuador, Bolivia y tristemente Chile. Cada caso guarda sus particularidades, por supuesto, pero todos coinciden en la intransigente violencia con que se anhela imponer cambios.

En Occidente, las democracias liberales -un sistema en decadencia según Vladimir Putin- han quedado desconcertadas sin saber bien cómo ejercer la tolerancia que las caracteriza frente a este fenómeno. Karl Popper se preguntaba en su famosa paradoja: ¿Debemos ser tolerante con los intolerantes?

En sistemas complejos -como nuestra sociedad- basta una minoría brutalmente intransigente para imponer sus preferencias sobre la mayoría, pues la interacción entre las partes define el resultado. El físico francés Serge Galam desarrolló el principio de re-normalización por intransigencia a las ciencias sociales, el que propone que la formación de valores morales y de principios políticos en una sociedad no surgiría necesariamente por la evolución de consensos, sino por la imposición del grupo más intolerante.

Frente a la paradoja de Popper debemos ser claros: para salvaguardar la democracia y evitar la tiranía de una minoría intransigente no debemos tolerar la intolerancia. Frente a la lógica de intimidación, a lenguajes maniqueos que separan al mundo en buenos y malos, al escarnio y linchamiento público de aquellos que opinan diferente y por de pronto la violencia, no debemos ser tolerantes. Bien lo sepa nuestra clase política, pero también cada uno de nosotros, pues si esperamos a un superhéroe que venga a salvarnos terminaremos mal, supermal.

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