Columna de Óscar Contardo: Lula, una tragedia brasileña
Hay una tragedia brasileña en curso y no es sólo el drama de un líder que cayó en desgracia; es también la agonía de un progresismo que confundió los roles, se deslumbró con el dinero que le pusieron en frente y acabó salpicado por el escándalo, hipotecando, de paso, la democracia.

En 2014, Felipe González, el expresidente del gobierno español y líder de la socialdemocracia europea durante décadas, grabó un video. Era algo así como un favor a un amigo empresario que buscaba que el apoyo de González le abriera las puerta para nuevas perspectivas en su negocio. Una gauchada. En el video, González aparece sentado en la oficina de aquel amigo a quien calificaba como modelo de emprendedor y "creativo irrepetible". Los halagos del político andaluz serían un sello de garantía para el éxito en la recolección de nuevos socios. Ese hombre al que González tenía en tan buena estima era el multimillonario iraní de ciudadanía española Farshad Massoud Zandi. Dos años más tarde, aquellas declaraciones hechas para ser vistas por poderosos financistas, cobraron otro sentido cuando Zandi apareció mencionado en los llamados Papeles de Panamá: el amigo de quien fuera secretario general del Partido Socialista Obrero Español tenía más de 30 sociedades inscritas para evadir impuestos. Zandi acabó acusado de fraude fiscal y su historia de éxito y amistad con los más distinguidos personajes del progresismo ibérico fue expuesta en detalle por los medios. En 2014, el mismo año en que grabó el video para Zandi, Felipe González fue increpado durante un acto público por un hombre maduro, un ciudadano común y corriente que le gritó: ¿Por qué os llaman corruptos? ¡Me voy a morir viendo cómo la democracia se va al carajo!
Lula da Silva fue a Brasil en el inicio del nuevo siglo lo que Felipe González a España en los 80. Fue el faro de una izquierda que conquistó votos y que supo encumbrar a su país al sitial de los buenos ejemplos. Si González tuvo al proyecto de la Unión Europea como aliado para modernizar el país, Lula montó los programas sociales de su gobierno sobre la demanda de materias primas de China. El obrero que llegó a ser presidente parecía haber despertado por fin al gigante brasileño. Pero el brillo de la superficie ocultaba la basura circulando por la alcantarilla.
Brasil no despegó hacia su destino de potencia mundial. Peor que eso, ahora lo que vemos es una democracia tratando de permanecer a flote a duras penas, con la mitad del cuerpo sumergido en el barro. A la vuelta de una década, lo que existe es un país que se encamina hacia una incógnita, gobernado por un reemplazante de última hora que usa la presidencia para evitar ser investigado por corrupción; un país con decenas de parlamentarios imputados por recibir coimas y en donde los militares salen a las calles para controlar la delincuencia; una nación que tiene como serio precandidato a la presidencia a un ultraderechista y fanático religioso. Mientras todo eso ocurre, Lula enfrenta la cárcel luego de haber sido encontrado culpable de haber recibido un departamento de lujo como soborno de parte del directivo de una constructora a cambio de contratos millonarios. El expresidente y sus partidarios alegan que las pruebas son débiles o derechamente inexistentes. El juez consideró, sin embargo, que existía evidencia para condenarlo, entre otras, la fotografía del presidente de la constructora –condenado por corrupción- entregándole las llaves del inmueble a Lula. ¿Es Lula un hombre corrupto? Un juez determinó que sí lo era. ¿Es eso una derrota para la izquierda que representaba? Sí. Lo es ¿Significa eso que sus adversarios están limpios? No, en absoluto. La mugre camina con ellos y su forma de hacerse del poder -usando una artimaña administrativa para sacar a Dilma Rousseff de escena- se parece más a un nuevo estilo de golpe de Estado en cámara lenta que a un arranque por limpiar la política brasileña.
"¿Por qué os llaman corruptos?", le gritó en 2014 aquel hombre a Felipe González. El expresidente mantuvo silencio. Esa pregunta no era una acusación directa, era más bien el ruego de alguien que pedía una explicación urgente a otro en quien había confiado. Hay una generación completa que parece estar pidiendo lo mismo, no sólo en España y Brasil, sino aquí mismo en Chile, en donde también hemos sido testigos de la forma en que cierta izquierda decidió acercarse al mercado, hacerle guiños, sentarse en la misma mesa para acabar sumergida en un mundo del que supuestamente debían guardar distancia. Ensayaron un nuevo baile -supuestamente por el bien común- y acabaron por perderse en los abrazos de los nuevos amigos que fueron encontrando en la senda de los directorios de empresas y la felicidad de los seminarios de la ambición perpetua. El club les abrió las puertas, los aceptó y ellos se sintieron que con eso estaban contribuyendo a la democracia. Los negocios acabaron colonizando la política de una izquierda demasiado satisfecha de sí misma. ¿Qué había de malo en grabar un video elogiando a un bróker millonario? ¿Por qué iba a ser incorrecto salir de paseo con el dueño de un gigante de la construcción con hambre de acceder a contratos del Estado? Lo que hicieron fue darle la espalda al electorado que confió en ellos, para de paso diluir en whisky las ideas que supuestamente defendían.
Hay una tragedia brasileña en curso y no es sólo el drama de un líder que cayó en desgracia; es también la agonía de un progresismo que confundió los roles, se deslumbró con el dinero que le pusieron en frente y acabó salpicado por el escándalo, hipotecando, de paso, la democracia.
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