Columna de Óscar Contardo: El mundo en llamas

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La percepción que tenemos del planeta está cambiando de un modo vertiginoso, la imagen del lugar que ocupamos en él seguramente también lo hará. No tanto por los discursos o las representaciones del mundo, sino por la fuerza de los hechos. Incluso, los clichés sobre la naturaleza, concebida en distintas culturas como un ente consciente o una madre sabia que tiene a la especie humana como criatura favorita, está diluyéndose al ritmo de los informes científicos sobre la emergencia climática. Tal vez no seamos el centro de una creación divina, sino una plaga que acaba con todo, incluso con su hábitat. De poco sirven, entonces, las plegarias.



En el siglo XVI el geógrafo Gerardo Mercator proyectó el mapa del mundo en un plano. No debió ser fácil traspasar un cuerpo esférico a una imagen en dos dimensiones, pero lo hizo de una manera eficaz para ciertos fines, tanto así, que su proyección se transformó en la más popular, pese a las distorsiones visuales que contenía. En la imagen diseñada por Mercator los territorios del hemisferio norte aparecen mucho más grandes de lo que realmente son en relación a los continentes australes. Groenlandia, por ejemplo, luce del tamaño de África, aunque la isla del Ártico tenga cerca de dos millones de kilómetros cuadrados de superficie y el continente más 30 millones. De hecho en el mapa de Mercator, Chile es apenas visible -una larga sombra con forma de espina-, pese a que su longitud abarca la distancia equivalente a la que hay entre el norte de Marruecos y el norte de Noruega.

La idea que tenemos del mundo, de las distancias geográficas, siempre ha sido fragmentaria, relativa, mediada por las culturas de pertenencia, el colonialismo y el poder. Para un europeo escuchar hablar sobre la Patagonia evoca lo mismo que para nosotros resulta leer sobre Tumbuctú: algo remoto, incógnito. Por otro lado, países diminutos, como Holanda o Bélgica, tienen una resonancia mucho mayor que otros inmensos y populosos, como la República Democrática de Congo, devastada por la guerra, la pobreza y las epidemias. El mundo para un campesino medieval francés debió ser de un tamaño similar al que concebía un peón maulino del siglo XVIII: lo que veía a su alrededor, una realidad circunscrita a unos cuantos kilómetros a la redonda. La vida era una sucesión de estaciones, y el progreso, un rumor de carretas.

El telégrafo, la radio, los noticieros del cine -ese "mundo al instante" que demoraba semanas en llegar- y las imágenes vía satélite transmitidas por la televisión fueron cambiando esa percepción para una gran mayoría durante el siglo XX. En las primeras décadas del siglo XXI esos cambios se aceleraron; en menos de una generación la percepción del mundo se fue encogiendo, las distancias virtuales disminuyeron, hasta dar la impresión de que el globo era un territorio conquistado por las masas gracias a las nuevas tecnologías. Esta nueva experiencia de que lo remoto puede ser visto o conocido de manera instantánea y portátil por cualquiera llegó justo en el momento en que el planeta proyectado por Mercator comenzaba a deshielarse. Ya no hay tierras incógnitas, pero tampoco curiosidad entusiasta por el futuro. La idea misma de progreso aparece velada por los efectos de la tecnología.

Escribo esto después de constatar que, pese a ser pleno invierno, en la cordillera frente a Santiago solo hay manchones de nieve; veo en los portales de internet que hay glaciares colapsando en Alaska y que la Nasa reporta que los cientos de incendios que arrasan la selva amazónica en Brasil probablemente fueron provocados para limpiar el suelo para uso agrícola y ganadero.

A comienzos de semana, Donald Trump, el Presidente de Estados Unidos, anunció por sus redes sociales que le interesaba comprar Groenlandia, territorio danés. Sin glaciares y con la roca desnuda es más fácil iniciar la explotación de nuevos recursos antes inaccesibles. Mette Frederiksen, primera ministra de Dinamarca, le respondió a Trump que la isla no está a la venta; el líder del pelo naranjo se desquitó cancelando una reunión bilateral con las autoridades del país nórdico. Por su parte, Jair Bolsonaro, Presidente de Brasil, sugirió en una rueda de prensa que los incendios descontrolados en la selva de su país son provocados por las organizaciones ambientalistas. El líder brasileño ya ha rechazado ayuda europea para frenar la erosión en la Amazonía enarbolando una bandera de orgullo y fe, la misma que avanza internacionalmente inflamando los humores de los pueblos, afiebrando la democracia, justificando la devastación, persiguiendo los desplazados y buscando oportunidades en la catástrofe.

La percepción que tenemos del planeta está cambiando de un modo vertiginoso, la imagen del lugar que ocupamos en él seguramente también lo hará. No tanto por los discursos o las representaciones del mundo, sino por la fuerza de los hechos. Incluso, los clichés sobre la naturaleza, concebida en distintas culturas como un ente consciente o una madre sabia que tiene a la especie humana como criatura favorita, está diluyéndose al ritmo de los informes científicos sobre la emergencia climática. Tal vez no seamos el centro de una creación divina, sino una plaga que acaba con todo, incluso con su hábitat. De poco sirven, entonces, las plegarias.

Hay un nuevo mapa que se está dibujando, es el de una roca que gira en la inmensidad del espacio; la cartografía de un  trozo, agua de piedra y gases que seguirá rotando en torno al sol, aun después de que el último primate depredador muera de calor, hambre o sed.

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