Trump y su mundo

Las últimas semanas ilustran la dificultad que tiene el resto del mundo para orientarse en el mundo de Trump. Porque convengamos en que el poder de Estados Unidos, por tanto del mandatario norteamericano, es tan desproporcionado que sus decisiones tienen una capacidad para afectar a terceros muy por encima de la de cualquier otra fuente de poder político internacional.
Pelearse con Estados Unidos no es un buen negocio ni una política aconsejable. Independientemente de que Trump haga (diga o tuitee) cosas con las que otros gobiernos están en desacuerdo, los demás están obligados a adaptarse a él aun si mantienen una distancia crítica de tipo retórico.
Es lo que le pasa a Europa en este momento. No hay gobierno europeo serio que no esté desconcertado, sorprendido o incluso asustado con cada paso que da Trump, no importa si anunciado con antelación o repentino. La decisión de romper el pacto nuclear con Irán y de apoyar los ataques israelíes a posiciones iraníes dentro de Siria, así como el traslado de la embajada estadounidense de Tel Aviv a Jerusalén, han provocado reacciones críticas de varios europeos, también de la Unión Europea como tal, pero enseguida lo que se ha visto es una falta flagrante de capacidad de respuesta en los hechos, de plan o liderazgo alternativo por parte de las demás democracias liberales.
Pasó igual, poco antes, en relación con Trump y Corea del Norte. En cuestión de días, Trump transitó de una campaña de agresividad verbal contra Kim Jong-un que no excluía la amenaza de obliterar su país con bombas nucleares y a menudo aludía burlonamente a su físico, a coquetear con él como si se tratara de un íntimo amigo y pactar una reunión bilateral sin condiciones. El canciller o la canciller de cualquier país europeo, asiático o latinoamericano cercano a Estados Unidos habrá quedado en estado de estupefacción al comprobar que nada de lo que hace Estados Unidos responde a una estrategia definida, a una línea previsible y explícita, a una deliberación seria y responsable en las instancias de poder que rodean al presidente. Todo responde, más bien, a unos vagos objetivos que brincan en la cabeza del presidente según la circunstancia y múltiples tácticas de cortísimo plazo que pretenden provocar una reacción determinada que solo él prevé. Exactamente lo mismo que Trump hacía como "deal-maker" cuando trataba asuntos de negocios con socios, rivales, clientes, proveedores o incluso autoridades. Se entiende esto mejor si se lee su libro de memorias The Art of the Deal.
Es cierto que algunas cosas van quedando claras para las cancillerías del mundo en medio de tanto desconcierto: que Trump procura cumplir algunas de sus promesas de campaña, por provocadoras que hayan sido en su momento y controversiales que resulten para cualquiera que ocupe la Casa Blanca. El traslado de la embajada norteamericana en Israel o la renuncia al pacto con Irán, como antes la salida de Estados Unidos del pacto climático o la insistencia en construir el muro en la frontera con México, habían sido promesas de su campaña. Pero, aun así, los elementos inesperados y turbulentos de cada una de las decisiones de política exterior convierten el cumplimiento de las promesas en algo que poco tiene que ver con un plan previsible que permita a los demás gobiernos del mundo saber a qué atenerse.
La mejor prueba de esto último es Corea del Norte. No se esperaba que Trump llevara, en un primer momento, la confrontación con Pyongyang al punto en que los vecinos de Kim Jong-un, como Corea del Sur o Japón, y quizás la propia China, se sintieran a las puertas de una guerra de la que serían las primeras víctimas. Y tampoco se esperaba que, acto seguido, Trump diera un volteretazo inconsulto (quiero decir: inconsulto incluso con su gente más cercana), convirtiendo a Kim Jong-un en su "buddy" en cuestión de pocos días. Ha pasado lo mismo en la renegociación del Nafta con México. Se dijo, hace pocos días, que el acuerdo era inminente; esta semana se aseguró, en cambio, que este año no habrá resultados. ¿Cómo diablos debe reaccionar un gobierno frente a estos golpes de efecto constantes de parte del líder del mundo libre? ¿Cómo interpretarlos y, lo que es más difícil, cómo trazar a partir de ellos una expectativa de lo que puede venir después? ¿Qué hace un canciller o a una consejera internacional si su presidente o su primera ministra le pide que prepare un memorándum sobre lo que puede esperarse de la política exterior de Trump en los próximos meses?
Allí no termina el problema. Otra cosa que hace Trump con frecuencia -como lo hacía en el mundo de los negocios- es cambiar constantemente a su equipo. Cuando lo cambia, cambia todo: desde el estilo y el tono hasta la línea de política exterior. Hace cinco semanas, Trump convirtió a John Bolton (que había servido durante la administración de Bush hijo) en su consejero de seguridad nacional, un cargo clave porque es el que tiene mayor cercanía con el presidente para temas internacionales. Y un par de semanas más tarde el Senado confirmó a su nuevo secretario de Estado, Mike Pompeo. Desde entonces, esta dupla de halcones ha desplazado del poder a todas las demás figuras del entorno de Trump, incluyendo al jefe de la Casa Blanca, John Kelly, y con la única excepción de Jared Kushner, yerno del mandatario y esposo de Ivanka, hoy una cara familiar en medio mundo, porque representa a su padre en numerosos eventos (función que en otros tiempos cumplía el vicepresidente).
No hay gobierno europeo serio que no esté desconcertado, sorprendido o incluso asustado con cada paso que da Trump, no importa si anunciado con antelación o repentino.
Este núcleo duro de la política exterior no tiene nada que ver con el que existió en los primeros meses de la administración. Me refiero a un cambio de ideología, no solo de estilo. Entre el nacionalismo relativamente aislacionista de quienes estaban antes en la privanza de Trump (especialmente Steve Bannon) y el activismo internacional del nuevo grupo hay una distancia sideral. Pero lo que las cancillerías del mundo probablemente están comprendiendo a estas alturas es que no existe garantía alguna de que este núcleo duro siga en pie hasta el final del mandato de Trump y, por tanto, de que las políticas que ellos representan se mantengan.
En vista de que no hay un poder alternativo o competitivo con Estados Unidos para dictar la pauta de la comunidad internacional, Asia y Europa han quedado reducidos a la condición de espectadores deslumbrados, aturdidos, por esta fantasmagoría diplomática que emana de la Casa Blanca. Nótese por ejemplo lo ocurrido con el Presidente francés Emmanuel Macron. Hace poco visitó Estados Unidos y, además de estrechar lazos con Trump, habló ante el Congreso norteamericano. En sus intervenciones, convencido de que Washington no rompería el pacto nuclear, se dio el lujo de adoptar un lenguaje duro frente a Teherán, dando a entender que sería el primero en respaldar a Washington en su decisión de adoptar medidas drásticas si el régimen iraní se apartaba de sus compromisos. Hubo quienes en Estados Unidos llegaron a pensar que Macron estaría dispuesto a apoyar la renuncia de Trump al pacto nuclear. De regreso en París, Macron ha tenido que criticar abiertamente a Estados Unidos por lo que considera una irresponsabilidad al renunciar al pacto con Irán. En Estados Unidos se ha hecho mofa en ciertos círculos diplomáticos -además de cierta prensa- de la aparente contradicción en el mandatario francés. Pero lo cierto es que lo que le sucede a Macron les pasa a prácticamente todos los gobernantes del mundo: no tienen idea de qué se puede esperar del liderazgo norteamericano.
Una mañana los dirigentes europeos (a los latinoamericanos, por cierto, les sucede lo mismo) despiertan y leen en sus informes o en la prensa que Washington adoptará medidas contra cualquier empresa extranjera que haga negocios con Irán a partir de 90 días de denunciado el pacto nuclear. Con lo cual Total (francesa), Maersk Tankers (danesa) o Wintershall (alemana), compañías importantes que habían organizado planes de largo plazo tras el levantamiento de las sanciones a Irán, se ven súbitamente obligadas, a un costo financiero considerable, a retirarse de allí. Los gobiernos de sus respectivos países pueden -como lo han hecho- lanzar críticas a Trump, pero en la práctica, ¿se atreverán a negociar un acuerdo con Irán por su cuenta sin contar con Estados Unidos? No, solo harán un acuerdo -si lo hacen- que Estados Unidos vigile y apruebe. En otras palabras, si el propósito de Trump era obligar a Irán a renegociar un acuerdo mejor (que por ejemplo obligue a ese país a renunciar a enriquecer uranio en lugar de respetar solo ciertos topes), los europeos que eventualmente obtengan de Teherán un pacto mejor que el anterior habrán acabado dándole la razón a Washington. Y si Irán no acepta algo distinto de lo que tenía firmado, ¿alguien en su sano juicio cree que las empresas europeas se atreverán a arriesgarse a sufrir las sanciones estadounidenses? No lo harán. Porque no existe una estructura de poder internacional comparable a Estados Unidos.
Ahora Trump está armando un rompecabezas en el Medio Oriente al que europeos y asiáticos se tienen que adaptar aun si existe el riesgo de que provoque una guerra con Irán. Me refiero a su alianza estrecha con el nuevo gobierno de Arabia Saudita (cuyo jefe real es el príncipe Mohammed bin Salman), que está llevando a cabo una guerra indirecta con Irán en varios lugares, especialmente en Yemen, y quiere llevar su enfrentamiento con los chiitas al punto de acabar con el régimen de Qatar, al que juzga demasiado cercano a los iraníes (complicado asunto para Washington, ya que Qatar alberga una base militar norteamericana de la máxima importancia estratégica). La alianza con Arabia Saudita tiene un tercer componente: el gobierno israelí de línea dura de Benjamin Netanyahu. El triunvirato Trump-Bin Salman-Netanyahu pretende que la teocracia iraní retroceda en todo lo que ha avanzado, que no es poco: hoy Irán influye en Hezbolá, principal fuerza política del Líbano tras las recientes elecciones; en Hamas, que maneja la Franja de Gaza; en la rebelión yemení de nunca acabar; en Siria, donde la Fuerza Quds de origen iraní ha jugado un rol crucial sosteniendo a Assad, y en Irak, donde hay una mayoría chiita y donde los aliados de Teherán son numerosos.
La pregunta es si Trump y su nuevo entorno de intervencionistas "duros" creen que una guerra directa con Irán librada por interpósita persona -por ejemplo por Israel y Arabia Saudita- sería la mejor forma de solucionar el problema de forma definitiva, provocando la caída de la teocracia y el fin del programa nuclear. Nadie lo sabe a ciencia cierta, pero esta interrogante ya está corriendo de boca en boca y es una de las preocupaciones de los europeos. Son asuntos demasiado importantes para no saber a qué atenerse. El solo hecho de que las cancillerías de medio mundo estén barajando esta hipótesis da una idea de lo que es ser diplomático en el mundo de Trump.
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