Revista Que Pasa

El desplazamiento de Zamudio

La vida del chileno Alfredo Zamudio ha transcurrido entre Noruega, país donde vivió el exilio, y lugares como Colombia, Sudán y Timor Oriental, donde encabezó esfuerzos de ayuda humanitaria. Hoy, su nuevo desafío lo llevará a Ginebra, donde será el director de una de las agencias mundiales más importantes en el trabajo con los desplazados.<br><br>

La vio caminar, desfallecida. Ella lo miró y él vio lo obvio: ya no le quedaba mucho tiempo de vida. Alfredo Zamudio, un chileno de dos metros de altura, tomó a la mujer en brazos y la llevó a su jeep, con el que manejó entre las calles polvorientas e improvisadas del campamento de Kalma, en Darfur. “Esa noche sobrevivió”, recuerda, “pero no sé si habrá sobrevivido después. Son muchísimas historias así durante esos dos años que estuve en ese lugar”.

Zamudio nació en Santiago hace casi 53 años y estuvo en Darfur, zona afectada por una de las crisis humanitarias más importantes de los últimos años, entre 2005 y 2006. Ahí fue el coordinador del campamento de desplazados de Kalma, dirigiendo la ayuda de emergencia para 93 mil personas y organizando las labores de una docena de organizaciones internacionales y ONGs. Posteriormente, estuvo liderando las ayudas del Consejo Noruego para Refugiados en Timor Oriental y también trabajó con desplazados en Colombia. Hoy acaba de asumir un nuevo desafío, que lo llevará a supervisar situaciones como las de estos países y muchos más: desde el 17 de junio es el director del Internal Displacement Monitoring Centre (IDMC) en Ginebra, una de las organizaciones mundiales más importantes en el análisis de desplazados por conflictos o catástrofes.

“Yo trabajo en emergencia”, explica Zamudio al teléfono desde Boston, poco después de  concluir sus estudios en administración pública en Harvard. “Hay que cubrir lo básico, entender cuáles son las necesidades. Cuando se cubren éstas, hay que diseñar programas que involucren a la gente, reparar el tejido social”. En Darfur, el panorama para realizar esto era difícil. Según las Naciones Unidas, 2.850.000 personas habían sido obligadas a dejar sus hogares y vivir en campamentos de refugiados, bajo la mirada hostil del gobierno sudanés. Kalma, campamento que Zamudio tuvo a su cargo, tenía fama de conflictivo. Eran 35 mil familias en un territorio de siete kilómetros de largo y un kilómetro y medio de ancho, donde los problemas con la policía local y los “janjaweed”, grupos armados ilegales que atacaban a los refugiados, eran constantes. Ahí, Zamudio veía la muerte y el dolor a diario. En el momento más intenso, le tocó ir a ocho funerales por semana. “Mi rol era mantener la calma, ir a abrazar a los dueños de casa, darles el té y el azúcar, que era nuestro obsequio para que ellos pudieran tener algo para el funeral”, recuerda.

Era un trabajo que partía a las siete de la mañana y terminaba muchas veces a las tres de la madrugada, viendo, ayudando, analizando datos y reportando a las agencias internacionales. Dice que sus tres años de Medicina -que estudió antes de convertirse en asistente social- le ayudaban a soportar todo lo que veía. Pero también había otra cosa que le servía para seguir trabajando a ese ritmo: “Servía mucho la rabia, porque la rabia te da la motivación para seguir viendo. El rol es ser testigo”. Mucho tiempo antes, sin embargo, Zamudio vivió su propia historia de desplazamiento. Y ahí fue mucho más que testigo.

EL DURO RECORRIDO TRAS EL GOLPE

Le sacaron las esposas al frente suyo. Recién en el aeropuerto de Santiago dejaron libre a Alfredo Zamudio Concha, padre del Alfredo Zamudio que llegaría a trabajar en Darfur y otras crisis internacionales. Zamudio hijo, de quince años en ese momento, y el embajador noruego en Chile vieron cómo soltaban las cadenas que habían tenido a su padre atado desde el 12 de septiembre de 1973. El diplomático les dio siete dólares y dos pasajes de ida a Noruega. “No teníamos idea para dónde íbamos, pero sí entendimos que era algo distinto, que era dejar atrás algo y dar un paso adelante”, recuerda Zamudio.

Lo que dejaba atrás era una época que lo había afectado de manera especial. En 1973 vivía en Arica con su padre, quien era contratista, simpatizante socialista y una figura conocida en la izquierda de esa ciudad. Cuando Alfredo padre supo del golpe, decidió que debían escapar por la frontera. “Pero no alcanzamos a iniciar nuestra salida. Lo detuvieron la mañana del día siguiente”, recuerda Zamudio hijo, quien en ese momento tenía doce años y quedó solo. Sus padres estaban divorciados y la familia, dividida. Prefiere no explicar mucho, ya que aún hay parientes vivos que fueron parte de esta historia, pero el tema es que el pequeño Alfredo quedó abandonado. “Seguí a mi padre de cárcel en cárcel. A él lo trasladaron desde Arica a Chacabuco, La Serena, la Penitenciaría de Santiago y el anexo de Capuchinos”, explica.

Los primeros días de soledad en Arica fueron especialmente duros. Dormía apoyando su cabeza en sus zapatos agujereados. Caminaba por la ciudad sin tener qué comer, pero encontró gestos de gente humilde que recuerda hasta hoy. Como un pirquinero que lo vio hambriento y le dijo que lo acompañara. Entró a su casa y el trabajador tomó su camisa, que estaba colgada en clavos en la pared, como el resto de su ropa. Del bolsillo sacó unos billetes. “Era mucho. El salario de dos semanas para él. Me dijo ‘tómalo y no dejes que te ganen’”, recuerda Zamudio.

Hubo más gente así que le ayudó y muchos otros que le dieron la espalda. Pasó un año con un pariente en Iquique, en el que tuvo algo más de tranquilidad y pudo ir al colegio, pero luego tuvo que dejar esa ciudad. “Estuve tres años dando vueltas por ahí. A mí me afectó mucho esto psicológicamente. Tuve pesadillas y empecé a tartamudear. El golpe me pilló de niño pasando a adolescente, sin un punto fijo”, explica.

“Yo estoy muy consciente que esos años fueron importantes para entender a los desplazados. Esa experiencia me ha servido mucho, porque cuando yo diseño esos programas de intervención en guerras o posconflicto, uno no habla con víctimas, habla con sobrevivientes”, dice Zamudio, “la gente tiene necesidades inmediatas: qué comes, cómo duermes, qué agua tomas. Ésas son las que hay que cubrir para empezar a levantar la mirada”.

Cuando su padre estaba en La Serena, el embajador noruego fue a entrevistarlo, como parte de una serie de casos difíciles que el Comité Europeo para las Migraciones estaba trabajando. Ellos ayudaron a resolver su salida, coordinaron pasaportes y vacunas. Al llegar a Oslo, los instalaron en un albergue. A las pocas semanas, el tartamudeo que Alfredo había ganado en los últimos años fue desapareciendo. Mientras su padre encontró un trabajo limpiando pisos, Alfredo comenzó a ir al colegio y a aprender noruego. “Empecé con un cero y terminé mis estudios con un siete”, recuerda.

DE ÁFRICA A GINEBRA

Al salir del colegio, Alfredo Zamudio empezó a estudiar Medicina, pero no terminaría la carrera. Llegó al tercer año. El trabajo que empezó como voluntario en temas de racismo y derechos humanos poco a poco iría tomándose su vida. En 1982 comenzó, con amigos, la primera radio inmigrante de Noruega. “Mi labor era tratar de encontrar un lenguaje para que el impacto del racismo fuera entendido por la sociedad noruega sin que rechazaran el análisis, tratando de que no entraran en el tema a la defensiva”, explica. Fue ganando reputación como alguien independiente y no dogmático, y en el gobierno lo invitaron a coordinar una división que velaba por los inmigrantes.

“Ahí comenzó mi carrera como servidor público, aunque fui también trabajador social en un sistema de asistencia callejera en Oslo”, dice Zamudio. Del trabajo con el gobierno pasó a la Casa de Derechos Humanos -tiempo donde debió viajar a la guerra en Yugoslavia-, luego a la Cruz Roja Noruega y finalmente al Consejo Noruego para Refugiados, la misma organización que los ayudó a él y a su padre cuando llegaron al aeropuerto de Oslo. Fue bajo esta institución donde viajó a trabajar a Darfur en 2005 y a Timor Oriental en 2007.

En Darfur pudo aplicar la experiencia de intentar convencer a los noruegos sobre la importancia de combatir al racismo, pero con otro público y otros problemas. Todos los martes tenía una gran reunión con 150 jeques o líderes de las distintas tribus. A veces hacían reuniones más grandes, con 650 hombres. “Cada uno tenía su propia agenda, era difícil. Teníamos que crear respeto mutuo, confianza. Tomó tiempo, pero lo logramos hacer”, recuerda.

La situación a veces podía ser extremadamente tensa. Los desplazados -pobres y hambrientos- robaban camellos a los grupos armados ilegales que los rodeaban, para matarlos y comerlos. “Pero estos grupos armados seminómadas, los janjaweed, quieren a sus camellos como tesoros y se vengaban de distintas formas: violando mujeres, matando gente, disparando contra el campamento, creando tensión política para que se cortara la asistencia humanitaria”, dice Zamudio, “era una guerra a baja escala”.

Sin embargo, cuando lograron establecer confianzas y los jefes de tribus aceptaban algo, se podían cumplir los acuerdos.

En Timor Oriental, esto era distinto. La vida era más calma y Zamudio vivía en la capital, Dili, con su mujer y un perro, pero había tanta desconfianza entre la gente que era difícil hacer acuerdos. Acababa de haber una crisis humanitaria que desplazó a 150 mil personas en un país donde el total de la población eran 900 mil. Seis mil casas habían sido quemadas en la ola de violencia. Como director del trabajo en ese país del Consejo Noruego para Refugiados, Zamudio lideró un proyecto de ayuda humanitaria de diez millones de dólares que construyó 595 casas transitorias, cinco centros de enseñanza y treinta escuelas rurales. En estos proyectos, trataron de integrar a la gente y al Estado, que gozaba de una dañada reputación.

“Tuvimos un rol estratégico clave, porque al tratar de mostrar a las autoridades nacionales como quienes facilitaban esto, los desplazados empezaron a confiar de a poco en el gobierno y eso era muy importante para resolver el conflicto”, dice Zamudio.

Terminado este proyecto, Zamudio fue invitado por la agencia de la ONU para los refugiados, la Acnur, a trabajar por poco menos de un año en Colombia, donde hay al menos 3,6 millones de personas que han debido dejar sus hogares por la guerrilla. Todos estos trabajos le permitieron obtener una beca para hacer un magíster en Administración Pública en Harvard, programa que Zamudio acaba de terminar, justo a tiempo para asumir su nuevo rol como director del Internal Displacement Monitoring Centre. Será un final feliz para una historia que comenzó ese 12 de septiembre de 1973, cuando se llevaron detenido a su padre en Arica. Él, dice, ya hizo las paces con este tema.

“La gente me pregunta por qué no tengo rencor y esto es importante por lo que veo en el terreno”, comenta Alfredo Zamudio, “una cosa es decir que algo no existió y otra es ver que existió y seguir adelante”. Zamudio dice que él tomó el segundo camino. “En zonas de guerra, en zonas de conflicto, es lo mismo. Necesitas reconocer tu historia. Cuando lo haces, la gente está dispuesta a reconstruir un nuevo presente”.

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