Revista Que Pasa

Muerte de un mastodonte

Con la quiebra de Feria Mix, la última encarnación de la tradicional Feria del Disco, muere un gigante... un monstruo que aplastaba al resto, y cuya desaparición obliga a los actores de la industria a buscar nuevas fórmulas. <br>

A un par de días de conocida la noticia del proceso de quiebra de Feria Mix, quizás lo más triste no sea la constatación del hecho, sino todo el tiempo que muchos llevábamos esperando, resignados, a que ocurriera. Y esto va más allá de la monserga acerca de lo mal que está la industria de la música y de la muerte del CD como formato debido a que todos somos unos miserables piratas que reventamos acaso el más noble de los negocios: aquel que produce intangibles necesarios para la vida diaria.

Feria Mix se acabó porque era un tanque viejo y pesado que costaba mucho esfuerzo moverlo. Se oxidó, se desarmó en medio del descampado y por más recauchajes y manos de pintura que le echaran a su carcasa (diversificando la oferta con la venta de libros, películas, videojuegos y entradas para eventos de toda clase), no hubo caso.

"Era un monstruo enorme que siempre quiso aplastar a las tiendas más chicas. Acaparaba todo el stock. Si la EMI traía a Chile doscientas copias de una reedición de The Beatles, las tomaba todas, pero después no sabía qué hacer con ellas ni cómo ni a quién venderlas. Y lo mismo hacía con cualquier novedad, con lo que llegara. Así se fue llenando de cachos, de música que no compraba nadie".

La explicación la da el dueño de una pequeña disquería de Providencia. Digamos que no está contento con lo ocurrido, pero habla con la frialdad de quien estuvo al menos diez años soportando las embestidas del mastodonte. Tal como la suya, muchas pequeñas tiendas no tuvieron otro remedio que competirle, más que ampliando sus locales, cerrando el nicho y usando su ingenio, lo cual se tradujo en: 1) gastos e inversiones acorde a las ganancias; 2) en vez de tres vendedores neófitos, tener sólo uno que supiera mucho de música; y 3) llenar sus pequeñas vitrinas con joyas y rarezas importadas, y en stock limitado, algo que coleccionistas y fanáticos saben agradecer.

La estrategia, por lo demás, corre para estilos tan disímiles como el metal, el jazz, el punk, el tecno, los derivados indie, sin contar tiendas exclusivas de música chilena u otras dedicadas, por ejemplo, sólo a bandas de black y death metal ultrasatánico en las que si entras preguntando por Metallica te echan a patadas.

El cierre de Feria Mix es harto más que el término de una cadena nacional. Es un importante punto de distribución menos. Y eso pega fuerte en el otro brazo de la industria: en los productores, es decir, sellos y editoriales que tanto como ponerse a la fila para cobrar lo que puedan deberle, resienten sus tirajes. ¿Publicarán las editoriales los mismos dos mil ejemplares de una novela ahora que tienen quince o veinte lugares menos donde venderlas? ¿Cuántas copias hará desde hoy una pequeña compañía disquera si sus puntos de venta se redujeron a un tercio?

Las respuestas a estas preguntas pueden ser variadas e incluso contradictorias. Lo que sí está claro es que el negocio de los libros y de los discos no se detendrá, pero debe pensar en mejores estrategias y considerar que el camino al éxito y a los números azules ya no está sólo en la diversidad que permiten las grandes superficies, sino en la especialización, en el reducto acotado, quizás muy similar al que hizo posible el nacimiento de la Feria del Disco en 1956, cuando fue apenas un rinconcito en una tienda de electrodomésticos en el centro de Santiago.

Hace exactamente una semana visité la disquería de un amigo en el Eurocentro. A diferencia de otras que se llenan de accesorios de toda clase, él sólo vende música y camisetas importadas. Le pregunté cómo andaba el negocio (tiene cuatro tiendas) y susurrando como quien cuenta un secreto, me dijo que en una semana había vendido cuarenta vinilos sólo en uno de sus locales. Y no lo decía con soberbia. Más bien con asombro.

“¿Y qué discos eran?”, pregunté.

“Pura música que yo había querido tener cuando pendejo”.

Debo decir que mi visita a la disquería fue para pedirle a mi amigo un consejo moral. Ocurre que toda mi vida he querido tener cierto disco en su edición original en vinilo, prensada en Estados Unidos en 1995. Si bien poseo varias ediciones del álbum en CD, después de buscarlo por años, en tiendas físicas y virtuales, por azar lo encontré en una disquería del centro de Santiago. Estaba usado, eso sí, pero en perfectas condiciones. Fue lo más parecido a un Momento Kodak.

“¿Cuánto?”, pregunté y cerré los ojos, esperando el sablazo. El tipo sabía perfectamente lo que estaba vendiendo.

“Ciento cincuenta lucas”.

“Las vale”, respondí con serenidad. “Tengo la plata, pero no sé si sea lo correcto”.

“Piénsalo”, me dijo.

“¿Por qué no lo tienes en la vitrina?”

“Porque no se lo voy a vender a cualquiera”.

Hablamos casi media hora de las bondades del disco. Pura trivia. Luego el tipo volvió a meterlo en una caja a un costado del mostrador y yo salí del local preguntándome si era legítimo gastar esa cantidad de dinero en algo que no es más que un pedazo de vinilo dentro de un sobre de cartón; un objeto que, ante el menor descuido, alguna de mis hijas podría lanzar por la ventana como si fuera un frisbee. Fui entonces donde mi amigo del Eurocentro y le conté lo ocurrido.

“Ni se te ocurra”, me dijo. “Si entras en esa onda, después no vas a poder salir”.

“¿Pero crees que los vale? Además, no lo tiene en la vitrina. Quizás el maldito no lo vende y sólo quiere sacar pica”.

“A los que son como él y tienen sus gustos”, respondió mi amigo. “Le hiciste el día preguntándole por ese disco”.

Mi amigo tenía razón. Tal vez el tipo no quería venderlo, no tenía metas diarias que cumplir, tan sólo quería hablar de lo bueno que era. Y con eso se daba por pagado.

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