Balmaceda: la muerte como sacrificio de honor

Hace 130 años, el 19 de septiembre de 1891, ya derrotado en la guerra civil, el Presidente José Manuel Balmaceda puso fin a sus días con un suicidio, que a la vista de los estudiosos, fue algo más que una decisión apurada. Tuvo como trasfondo la idea de que un caballero debía salvaguardar hasta el final lo último que le quedaba. Dos historiadores leen su figura y analizan por qué ha trascendido.


Fue a la mitad. Cuando los comensales acababan el sabroso plato de fondo ofrecido en la cena de celebración por el santoral de la primera dama, Emilia de Toro Herrera, un mozuelo entró al salón de La Moneda y entregó un papel. José Manuel Balmaceda, Presidente de Chile, lo recibió y lo abrió de inmediato.

Horas antes, pasado el mediodía de ese 28 de agosto, ya habían llegado los primeros telegramas a la capital indicando que había “un cañoneo espantoso” en el sector de Placilla, cercano a Valparaíso. La guerra civil se definía a pocos kilómetros de la capital, y el mandatario había instruido que se le mantuviera al tanto. El papel que recibió durante la cena, era una actualización, escrita entre el silbido de la metralla y el alarido de los cuerpos despedazados.

Lo que leyó era para no creerlo. Las fuerzas del gobierno habían sido derrotadas sin remedio y los generales José Miguel Alcérreca y Orozimbo Barbosa, al mando, habían muerto en manos de los rebeldes.

Balmaceda guardó con calma el papel y siguió cenando como si no hubiese pasado nada. Llevaba la procesión por dentro. La noticia, devastadora, no había conseguido moverle un pelo. Pasado un rato, se excusó ante los presentes, se levantó y se dirigió a su despacho.

Habían asuntos que atender.

Aunque en los primeros meses de 1891, la guerra civil que enfrentaba a Balmaceda con el Congreso se había desarrollado en el norte, en agosto el conflicto se trasladó a la zona central. Hasta ese momento, el gobierno controlaba la prensa y a los opositores, e incluso convocó a un Congreso Constituyente -elegido entre sus partidarios-, el que aprobó una enmienda al texto de 1833, que sería anulada tras el fin de la guerra.

Mientras, el bando del Congreso ya se había hecho del control del norte salitrero. Con los recursos de la zona y el reclutamiento de los rudos calicheros, lograron levantar un ejército propio, al que se denominaba “constitucional” -ya que el ejército regular, en su mayoría, apoyaba al Presidente-, y además contaban con el apoyo de la Armada. Pero no habían logrado asestar un golpe definitivo al gobierno.

“Había una situación ambigua, por cuanto el gobierno tenía una mejor posición en cuanto a las fuerzas militares –30 mil hombres contra cerca de 10 mil del ejército constitucional– pero en julio habían llegado armas para los opositores, lo que los ponía en mejores condiciones para enfrentar las batallas decisivas”, señala a Culto el historiador y director del Instituto de Historia de la USS, Alejandro San Francisco.

Balmaceda, incluso, habló de la posibilidad de viajar hasta el frente. Así lo recuerda el escritor y periodista Fanor Velasco, quien durante la guerra escribió un pormenorizado diario, publicado de manera póstuma en 1914. “Nos decía que se consideraba en el deber inexcusable de embarcarse para el Norte, una vez que tuviera los elementos necesarios. Igual declaración le oí posteriormente en diversas ocasiones, con toda solemnidad y ante un público numeroso”.

Pero el conflicto comenzó a definirse a partir del 18 de agosto. Ese día, ocurrió un hecho trágico en Santiago. La llamada Matanza de Lo Cañas, donde un grupo de jóvenes, adeptos al bando congresista, fue masacrado por una tropa del ejército.

“La idea de los jóvenes era preparar un sabotaje contra bienes públicos, como el corte de telégrafos y puentes, que impidieran la reunión del Ejército de Balmaceda, que antes de las batallas decisivas se encontraba dividido con fuerzas en la capital, Valparaíso, en Coquimbo y en Concepción”, señala San Francisco. “Sin embargo, a la larga los jóvenes mostraron más valentía y deseos de servir a la revolución que capacidad de organización y de llevar adelante el objetivo que se habían propuesto”.

Fue en el fundo Lo Cañas, ubicado en la actual comuna de La Florida, y propiedad de Carlos Walker Martínez (un conspicuo latifundista y destacado opositor a Balmaceda), donde los jóvenes se encontraban reunidos para llevar adelante esa faena. Ahí les cayó el Ejército y los hechos de sangre tienen un responsable: el general Orozimbo Barbosa, un veterano de la Guerra del Pacífico.

“Barbosa fue quien tomó la decisión de formar un Consejo de guerra para juzgar a las ‘montoneras’ que habían organizado el intento de sabotaje -señala San Francisco-. El resultado fue que el tribunal militar decidió la pena de muerte para algunos jóvenes, otros fueron apresados, en tanto un tercer grupo logró escapar”.

Acto seguido, las fuerzas del gobierno incendiaron las casas del lugar, lo cual generó que algunos de los cuerpos de los jóvenes fueran entregados calcinados a sus familiares. ¿Cómo reaccionó el gobierno? Pese al horror de estos hechos, Balmaceda optó por mantenerse al margen.

“En general, el Presidente prefirió no estar al tanto de estos hechos, según expresó cuando le comunicaron que sería fusilado un ingeniero: ‘Yo desearía no volver a tener conocimiento de estas tristes aplicaciones de la pena capital; querría que las sentencias de los comandantes de armas se cumplieran sin necesidad de que llegasen a noticia del gobierno’”, explica San Francisco.

Una representación pictórica de la matanza de Lo Cañas.

Lo Cañas fue un hecho decisivo, que además señaló una tendencia en los comportamientos de los beligerantes, como se verá más adelante. “Marcó un hito en la última etapa de la guerra civil -señala el historiador-. Me parece que el Presidente ya había perdido la batalla por la opinión pública, de manera que esta situación solo vino a consolidar la posición existente”.

Fanor Velasco se enteró de lo ocurrido en Lo Cañas la mañana del 20. “El efecto que este acontecimiento sin nombre ha producido, es incalculable -escribió todavía con el remezón del horror en el cuerpo-. Ningún partidario de la administración puede indicar o siquiera presumir, la delincuencia específica que importaba la presencia de esos jóvenes asesinados a mansalva, con orden expresa del Gobierno”.

Ese día, Velasco hizo otra anotación. “Desde anoche las tropas constitucionales están poniendo pié en el Zapallar, en Quintero”. No era una frase al azar. En el seno del gobierno había dudas respecto al lugar escogido por los rebeldes para desembarcar. El enfrentamiento ocurrió el 21 de agosto, en Concón, a orillas del Aconcagua, con triunfo para los opositores.

El avance congresista se consolidó siete días después con una contundente victoria en Placilla, un combate luchado con especial encono. Los jefes militares balmacedistas murieron asesinados por las tropas rivales. “La matanza de Lo Cañas contribuyó al asesinato violento de los generales José Miguel Alcérreca y Orozimbo Barbosa después de la batalla de Placilla”, explica Alejandro San Francisco.

Portada del diario El Ferrocarril, de Santiago, tras el triunfo congresista.

El honor del caballero

Ese día 28, pasadas las siete de la tarde, a Balmaceda le entregaron el telegrama que confirmaba la derrota. Con el ánimo sereno, el presidente decidió actuar rápido. Se reunió con el general Manuel Baquedano, a quien hizo entrega del mando de la nación. Ya de madrugada, hizo salir a su esposa y sus cinco hijos hacia la Legación de EE.UU -cuyo ministro había sido de los más cercanos al gobierno-, mientras que su madre se asiló en la de Brasil. Con los suyos a salvo, el mandatario se refugió en la Legación Argentina, ubicada en la actual calle Amunátegui, esquina Agustinas (hoy, el edificio de PRODEMU), literalmente a unos cuantos pasos de La Moneda.

Mientras Balmaceda permanecía oculto, con absoluta reserva por parte del ministro José Evaristo Uriburu, las fuerzas vencedoras desataron su furia contra los bienes e inmuebles de los derrotados. El mandatario debió reflexionar sobre sus siguientes pasos. En algún momento estudió la posibilidad de entregarse, pero al saber de lo que ocurría con sus partidarios, se dio cuenta que tenía pocas posibilidades. Así, comenzó a preparar su suicidio.

Para Andrés Baeza, historiador y académico de la UAI quien ha estudiado los días finales del mandatario, una de las claves para comprender la decisión está en la idea del honor entre las elites. “Una de las frases que Balmaceda escribe antes de morir es ‘el sacrificio es lo único que queda al honor del caballero’. Creo que esa frase resume todo, pues para él su suicidio era un acto sacrificial que le permitiría en última instancia salvaguardar su honor, el que, a su vez, se asocia a su estatus de ‘caballero’”.

“Este concepto estaba muy arraigado en la elite chilena del periodo, en especial, entre familias de cierto cuño ‘aristocrático’ como era el propio Balmaceda -explica el historiador-. Es un valor que data del periodo colonial, pero que esconde cierta cuota de hipocresía, pues aludía sobre todo a la imagen pública, más allá de lo que hicieras en tu vida privada. Yo también tengo la idea de que la educación de élite -liceos secundarios y colegios privados - tendía a reforzar esta noción de honor, considerando que durante gran parte del siglo XIX la educación era de carácter humanista y centrada en el modelo clásico romano”. El detalle no es menor: de hecho, Balmaceda había formado parte de la primera generación del colegio de los Padres Franceses en Santiago, una institución de educación privada con régimen de internado que se encontraba entre las más exclusivas de la época.

Por ello, en la soledad del encierro, Balmaceda dedicó sus últimos días a dejar en claro su acto final. Redactó cartas para su esposa, sus hermanos, al ministro Uriburu y a su madre. También escribió un largo texto en que analiza el conflicto que lo obligó a asilarse, hoy conocido como su Testamento Político. “Hay algo que llama la atención y es la constante apelación a la idea del sacrificio. Por un lado, no quiere poner en riesgo la integridad de los ‘dueños de casa’ de la legación, pues su presencia es una amenaza para ellos -explica Baeza-. Por otro, asume que por medio de su suicidio no irían tras su familia y en especial, sus hijos. Su muerte, en definitiva, terminaría por salvar a sus seres queridos”.

Además, encargó a su amigo Julio Bañados Espinosa -quien además fue ministro del Interior-, la redacción de una historia de su mandato. Una suerte de relato oficial, en que se asentara su visión de los hechos. Una vez más, pensaba en la trascendencia de su figura. El libro fue publicado tres años después.

La fecha escogida para el sacrificio tampoco fue al azar. “El mandato terminaba el 18 de septiembre y él se suicidó el 19. Por lo tanto, hay una voluntad manifiesta de suicidarse una vez culminado su mandato presidencial y como un ciudadano más”, señala Andrés Baeza. Esa mañana, temprano, Balmaceda se vistió de riguroso y elegante negro, como un caballero. Luego, dejó su reloj y su billetera sobre un mueble. Se recostó sobre la cama y con la mano derecha empuñó el revólver.

Para Alejandro San Francisco, en rigor, Balmaceda no tuvo otra opción. “Sabemos –como él mismo expresó en sus cartas finales– que consideró tres alternativas. La primera podría haber sido huir de Chile, pero eso habría sido indigno del cargo que había ostentado. La segunda era entregarse, para ser juzgado, pero en medio del odio y las persecuciones que se habían desatado después de la derrota en Placilla, hacer eso habría sido un acto de ‘insanidad política’. De esta manera, decidió la tercera fórmula, el suicidio, o sacrificio como lo llamó, que permitiría que sus partidarios no fueran perseguidos (en esto se equivocó), ya que toda la persecución se justificaba en ‘odio o temor’ hacia él”.

¿Por qué la figura de Balmaceda ha trascendido hasta hoy? Andrés Baeza señala:”Es probablemente la figura política más controvertida del siglo XIX después de Portales u O’Higgins. Por un lado, es un Presidente que aprovecha la bonanza del salitre y realiza una gran cantidad de inversiones públicas que para Chile significaron grandes avances en términos de infraestructura, escolaridad y salubridad. Sin embargo, su estilo algo autoritario no se condecía con la importancia cada vez más creciente que tenía el Congreso. Intentó gobernar como una figura presidencialista cuando ya no estaban las condiciones políticas para ello”.

“Pese a todo, decidió llegar con su programa hasta el final, pese a que eso le significó incluso enemistarse con su propio partido, terminó sus últimos días solo y optó por el suicidio para poner fin a su vida -agrega Baeza-. En ese sentido, la comparación con la figura de Salvador Allende se hace inevitable”.

Por su lado, Alejandro San Francisco apunta al carácter oblicuo de su figura: “Balmaceda tiene algo de héroe romántico y su figura –odiada y execrada durante su gobierno y tras su muerte– comenzó una rápida recuperación en los años siguientes. Es una de las escasas figuras transversales de la historia política nacional, reclamado posteriormente por líderes políticos de diferentes tendencias, así como también distintas corrientes valoraban su liderazgo, visión de país y condiciones”.

“Arturo Alessandri, opositor a Balmaceda en 1891, reivindicó después su figura; Carlos Ibáñez también fue un gran balmacedista; Jorge Alessandri, Eduardo Frei Montalva y Salvador Allende en diferentes momentos valoraron a José Manuel Balmaceda, su testamento político o su proyecto de régimen de gobierno, e incluso su “sacrificio” -añade San Francisco-. No cabe duda que lo tenía en la cabeza Allende en 1973. La izquierda ha hecho un gran trabajo de difusión y reivindicación sobre Balmaceda, en la historiografía y en la política, pero algo parecido ha ocurrido en grupos de derecha, lo que prueba la transversalidad y permanente vitalidad de Balmaceda”.

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