Columna de Marisol García: Nick Cave, el duelo que inspira

Nick Cave
Columna de Marisol García: Nick Cave, el duelo que inspira

En una reciente entrevista define su nuevo disco —magnífico— como “alegre”, aunque en él no faltan versos sobre la pérdida, la melancolía y la noche. Es esa, precisamente, una de las maravillas de la mejor cantautoría adulta: no presentar los opuestos como excluyentes



Hay quienes hoy aplauden a Nick Cave como si fuese un santón que de pronto ha llegado para compartirnos lecciones edificantes tras una sufrida experiencia autobiográfica. Un ex heroinómano redimido por las bondades de la vida familiar, promotor de la rutina quieta y las referencias bíblicas. Un converso hastiado del lado oscuro (“mago blanco de espada luminosa”, lo describió Cristián Warnken en una columna reciente), dispuesto a revelarnos en sus canciones y entrevistas la escapatoria a un presente alienante que sólo los inspirados conseguirán esquivar.

Se trata de un malentendido absurdo; por completo equívoco si se le contrasta con su creación hasta ahora. El cantautor y escritor australiano se inició en la música un paso más allá de lo críptico: su primera banda, The Boys Next Door, un emprendimiento escolar nacido en 1973 en Melbourne, mostraba composiciones disruptivas y cacofónicas que el propio Cave recuerda hoy como indigeribles. Sabemos que la evolución a The Birthday Party (1977-1983) tampoco resulta apta para horario de-todo-espectador, y no sólo por el impulso autodestructivo de sus integrantes (particularmente triste en el caso del excepcional guitarrista Rowland S. Howard), sino también por la opción de asaltar el canon rockero desde espacios incómodos —de extrema precariedad en Londres, un poco menos luego en Berlín—, desprecio a la promoción y torcido concepto de la belleza.

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Pero nunca esa oscuridad, por tenebrosa que fuese, provino de algo así como una confusión pasajera, sino que sostenía uno de los fundamentos de su estilo, y como tal persiste en Cave hasta ahora. Fue en las sombras y el arrojo que el cantautor forjó su carisma escénico, del que mal podría renegar hoy que goza de fama establecida. No puedes borrar lo que te constituye. Cave se muestra amable, criterioso y hasta bromista en las entregas de su valioso ciberboletín “The Red Hand Files” (el que sigue será el número 200), pero jamás paternalista ni en plan de gurú. “No quiero ser pomposo: cuando hablo de conversiones, como lo hago en muchos temas, no hablo tanto de religión, sino de un movimiento de transición”, le comenta a la escritora Mariana Enríquez en entrevista reciente.

Define allí a su nuevo disco —magnífico— como “alegre”, aunque en él no faltan versos sobre la pérdida, la melancolía y la noche. Es esa, precisamente, una de las maravillas de la mejor cantautoría adulta: no presentar los opuestos como excluyentes. Se sonríe frente al caos, se añora un amor que no siempre anduvo bien, se celebra lo que sea venga después de una pérdida. Es cierto que la muerte de cercanos, y no solo la de su hijo menor en 2015, viene rondando a Cave hace años, determinando su escritura e imagen pública. Su libro de entrevistas con Sean O’Hagan es una extensa reflexión sobre el duelo, aunque sin asomo de catequesis. Sus shows son experiencias trascendentes, de encuentro profundo —cómo olvidarlo hace seis años en Santiago— con una audiencia que lo adora.

Tal como sus referentes (Van Morrison o Nina Simone, por ejemplo), Nick Cave nutre su cancionero de sombras y confusiones que no busca “superar”, y sobre las cuales nunca ha expresado culpa ni condena. Están ahí, en el ripio inevitable del ascenso. “Para toda maldad bajo el sol”, describe en la canción que abre Wild God, “hay ya sea un remedio o no hay ninguno. Y si no hay ninguno, no importa, no importa, no importa...”. Lo que no se resuelve también nos define.