Educación

Cuando estudiar ya no basta

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En Chile, como en muchas otras partes, se sigue creyendo que estudiar es sinónimo de inclusión. Esta promesa forma parte del relato moderno de la educación: a mayor nivel educativo, mayor desarrollo. Bajo esta lógica, la matrícula en educación superior ha crecido de manera sostenida durante las últimas décadas, y con ella, la expectativa de que cada nuevo titulado encontrará, de forma casi natural, su lugar en la sociedad. Sin embargo, las cifras indican lo contrario.

Según el reciente informe del Observatorio del Contexto Económico de la Universidad Diego Portales (OCEC-UDP), la tasa de desempleo de las personas con educación superior completa alcanzó un 8,1% en el trimestre marzo-mayo. Se trata del nivel más alto registrado, excluyendo los valores observados durante la pandemia.

Este fenómeno no es exclusivo de Chile. En Europa, aunque el desempleo entre graduados universitarios ronda el 3,8%, países como Turquía, Grecia y España superan el 6 %. En China, el desempleo juvenil ha llegado al 21%, empujando a miles de jóvenes a seguir acumulando títulos, convirtiendo a las maestrías en los nuevos pisos mínimos de formación superior. Como resultado, lo que se esperaba fuera un camino seguro de movilidad social se transforma en precariedad, frustración y una espera indefinida.

Frente a este panorama, la explicación más habitual recurre al argumento del “desajuste” entre la oferta educativa y la demanda laboral. Se afirma, por ejemplo, que las instituciones de educación superior no forman para la sociedad, sino para sí mismas. Algo de eso hay. Pero esa interpretación resulta insuficiente.

La exclusión no depende exclusivamente del sistema educativo, sino que se organiza socialmente. Depende de cómo distintos sistemas, como la educación, pero también la ciencia, la política o, de manera creciente, la economía, definen sus propios criterios de operación. Desde esta perspectiva, la inclusión social, vista desde el ámbito educativo, es siempre contingente: está condicionada por variables que escapan a su control.

En este contexto, la educación superior funciona cada vez más como una condición necesaria pero insuficiente para asegurar la inclusión. Las trayectorias profesionales no dependen únicamente de las credenciales académicas, sino también de factores como el reconocimiento externo, el acceso a redes sociales y profesionales, la demanda fluctuante de habilidades específicas, la reputación institucional, las condiciones macroeconómicas, la concentración territorial de oportunidades, la legitimidad simbólica de ciertas disciplinas y la valorización de títulos por parte de otros sistemas sociales.

Como resultado, las instituciones de educación superior quedan en una posición estructuralmente ambigua. Por un lado, generan las condiciones para imaginar una inclusión futura, ya que sin su mediación el acceso significativo a otras esferas resulta mucho más difícil. Por otro, carecen de las herramientas necesarias para garantizar que esa inclusión efectivamente ocurra.

Esta tensión exige que las organizaciones educativas, y en particular las universidades, abandonen la idea de que más educación equivale automáticamente a más inclusión. Lo que se requiere es que desarrollen capacidades institucionales para operar bajo condiciones de incertidumbre.

Esto implica construir vínculos sostenidos con organizaciones regidas por otras lógicas funcionales, ya sean educativas, políticas, científicas o económicas, no desde una posición de transferencia unilateral, sino desde relaciones horizontales de observación mutua y aprendizaje compartido. Supone también revisar cómo se toman decisiones, cómo se conciben los procesos formativos, cómo se produce conocimiento y cómo se interactúa con los entornos sociales.

Sobre todo, implica hacerse cargo de las expectativas que las propias instituciones generan en sus comunidades. No se trata de prometer inclusión como un resultado garantizado (lo cual es inviable en una sociedad funcionalmente diferenciada), sino de organizarla como una tarea continua, reflexiva y situada.

En lugar de preguntarnos si la educación superior aún tiene valor, tal vez debamos examinar con mayor precisión cómo se organiza su promesa de inclusión. La alternativa no es neutral. Si las instituciones no logran articular expectativas viables con condiciones efectivas de integración, lo que está en juego es la confianza pública en su función.

Esta desafección ya se manifiesta, en distintos contextos, como escepticismo intergeneracional, cuestionamiento de la relevancia de la formación y la investigación, o el surgimiento de trayectorias profesionales que se desarrollan deliberadamente al margen de las instituciones tradicionales.

Ante este escenario, no basta con preservar el relato modernizador. Se requiere menos fe en la linealidad del progreso y más atención a las formas concretas, situadas y organizacionales en que la inclusión se vuelve probable. Si la educación superior ya no garantiza inclusión, al menos debe evitar convertirse en una ficción.

*Julio Labraña, académico de Facultad de Educación y Humanidades, Universidad de Tarapacá.

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