
Columna de Óscar Contardo: Solidarios

En algún momento transformamos la idea de solidaridad en otra cosa, en algo distinto a la adhesión a una causa ajena o a la compañía que se le brinda a alguien solo porque es nuestro deber hacerlo; convertimos la solidaridad en un gesto compasivo, en un pliegue de lástima que nos viste cada tanto con un traje a la medida de nuestras necesidades y, sobre todo, de nuestras ansiedades. Hicimos de la solidaridad un eslogan que sirve de antídoto frente al terror a ser recordados como mezquinos y en un consuelo para tolerar la falta de justicia. Diseñamos una figura de solidaridad a la escala de nuestras reglas de convivencia: vertical, jerarquizada, dependiente, unidireccional, ocasional, programada y altamente publicitada. Una suerte de caridad con tres gotas de misericordia y una pizca de piedad que solo se practica en relación al desposeído o el sufriente, alguien a quien vemos como una persona distinta, desafortunada, que vive en un espacio que no es el nuestro y que ha sido afectada por una calamidad que no nos toca. Entre los benefactores y los beneficiados siempre habrá un encargado de hacer la gestión solidaria, como un médium que reúne dos mundos que existen en dimensiones paralelas que no deben tocarse.
Acuñamos nuestra propia noción de solidaridad, salpimentada de nacionalismo y muchedumbre, de los materiales de mampostería que sirven para disimular las debilidades institucionales y los desequilibrios -de ingreso, educación, salud, justicia- que el resto del tiempo pasamos por alto o fingimos no ver, porque tal vez nos favorecen y, en una de esas, son precisamente las razones que nos permiten estar del lado de los que hacen caridad y no del lado de quienes la necesitan para sobrevivir.
Confundimos “solidaridad” con una colecta, con actos de beneficencia, con donar el cambio del supermercado, con comidas de pan, vino y santones de páginas de vida social. Vaciamos una palabra para luego rellenarla de significados distintos que sirvieran para distraernos de lo que en realidad ocurría a diario.
A través de los años hemos creado un cúmulo de frases hechas en torno a esa idea de solidaridad que la pandemia en curso ha acabado desnudando en su sinsentido. ¿Cómo puede un pueblo describirse a sí mismo como solidario si en medio de una epidemia su primera reacción es acaparar productos en los supermercados y especular con los precios de los desinfectantes? Porque eso fue lo que pasó: carros de compras repletos de artículos de emergencia que en un par de horas alcanzaban valores absurdos. La ética del “sálvese quien pueda” en ebullición y la moral de quien ve la cuarentena como un feriado largo que es posible de aprovechar yendo de paseo a la playa con la familia, sin detenerse a pensar que, dada la información disponible, aunque no tengan síntomas estén llevando el virus consigo a un poblado que con suerte tendrá acceso a una posta con camilla. Esto no se trata de salvarse de a uno, sino de cuidarnos entre todos, eso incluye a la gente que no conocemos.
El Covid-19 está mostrándonos un aspecto más del país que somos, no del que simulábamos ser. Un lugar en donde en medio de una epidemia altamente contagiosa, que afecta principalmente a las personas mayores, el sistema mantiene a hombres y mujeres jubilados haciendo largas filas en la calle para cobrar sus pensiones. Una nación en donde es posible que una clínica amontone pacientes en una sala o cobre precios exorbitantes por un test de diagnóstico. La pandemia del coronavirus nos ha servido para recordar que ni siquiera frente a una situación de alarma las autoridades dejan de hablar en términos de competencia, jamás de solidaridad, asegurando que nuestro sistema de salud está en mejores condiciones que el italiano para enfrentar la crisis, refrendando con ello una visión en donde lo principal es ganarle a alguien, sin que aún se sepa muy bien a quién. Lo que sí sabemos de antemano es quiénes van a ser los grandes perdedores y la manera en que nos inventaremos un relato que nos cubra las miserias que quedarán en evidencia.
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