Columna de Pablo Ortúzar: Dígame Licenciado

Junto con recuperar el valor y la autoridad del profesor en el aula -que exige cambios tanto en el prestigio como en el retorno de las pedagogías-, todo indica que nuestro país requiere hacer las paces también con el valor del pensamiento y la actividad concreta.



Es un hecho establecido, medición tras medición, que alrededor de un 80% de los chilenos no entiende bien lo que lee ni maneja aritmética básica. Dicha estadística ha permanecido estable por casi 20 años y frecuente -y correctamente- es enarbolada para exponer el estado lamentable de nuestro sistema educacional. En mi opinión, constituye además una objeción central respecto a la masificación acelerada del ingreso a las universidades impulsada por el CAE y la gratuidad: es incompatible el aprendizaje universitario con tal discapacidad cognitiva. La calidad y exigencia de la enseñanza superior -y, por tanto, su valor en el mercado laboral- tendrían que irse a pique para adecuarse a dicha realidad. De hecho, esto es exactamente lo que está pasando: cada vez hay más profesionales titulados que forman parte de la estadística de analfabetismo funcional y discapacidad matemática.

Ahora bien, ¿eso es todo lo que puede concluirse a partir de este dato? Creo que hay más. La razón por la cual la comprensión lectora y el uso de aritmética básica son requisitos ineludibles para la experiencia universitaria es porque reflejan la capacidad de pensamiento abstracto. Y dicho manejo de abstracciones es fundamental para el correcto aprendizaje y ejercicio de las carreras que se imparten en las universidades. Sin embargo, no sólo de abstracciones vive el hombre: además del razonamiento abstracto existe el pensamiento concreto, que aprende de la experiencia del mundo real. Este tipo de pensamiento es situado y se alimenta de la interacción con realidades materiales. Algunas carreras universitarias lo exigen más que otras, pero constituye el elemento predominante en el aprendizaje técnico.

Es verdad que mejorar la habilitación en capacidad de razonamiento abstracto es fundamental para el desarrollo del país. Pero también tenemos que reconocer que el razonamiento concreto es valioso en sí mismo, y fuente de valor. Y si la mayoría del país se vincula con la realidad de forma más concreta que abstracta, ¿no sería razonable darle también más cabida a lo concreto en nuestro sistema educacional? En su libro “Head, Hand, Heart” (“Cabeza, mano, corazón”), el autor inglés David Goodhart argumenta, a partir de lo vivido en la pandemia, que la inteligencia está sobrevalorada, el trabajo manual debería ser mejor considerado y los trabajos de cuidado merecen mayor respeto. Su punto, dadas las condiciones locales, es todavía más interesante para el caso chileno.

“Revalorizar las carreras técnicas” es un lugar común desde hace años. Pero es poco lo que hemos avanzado en ese sentido. Es demasiada la diferencia de prestigio y de retorno económico que sostienen muchas carreras universitarias en relación a las técnicas. La mayoría de nuestros políticos -salvo excepciones, como el senador Ossandón- son orgullosos universitarios. Y el propio profesorado es formado, aunque a duras penas, con un claro sesgo ilustrado y libresco.

De esta forma, junto con recuperar el valor y la autoridad del profesor en el aula -que exige cambios tanto en el prestigio como en el retorno de las pedagogías- todo indica que nuestro país requiere hacer las paces también con el valor del pensamiento y la actividad concreta. Y eso debería involucrar no sólo una nivelación democrática del prestigio de las carreras técnicas y los oficios, sino también abrazar la distinción entre universidades de vocación académica, más abstractas, y universidades de vocación profesional, más concretas y ancladas en la realidad. Sincerar esta diferencia permitirá exigir a cada cual por lo que promete, en vez de chambonadas como exigirle a toda universidad que haga “investigación” para ser considerada como tal, lo que a lo más beneficia a los doctorados retornados de Becas Chile.

Un ejemplo: imaginen lo distinta y valiosa que sería la Universidad de Aysén si, en vez de ser un mal remedo de “universidad compleja” desvencijada por lotes políticos y casi con más profesores que alumnos, se especializara exclusivamente en explorar, desarrollar y explotar las ventajas comparativas concretas de la zona. Madera, miel, destilados, salmonicultura, turismo local, pesca. ¿Por qué no hacer las paces con nuestra realidad?

Comenta

Por favor, inicia sesión en La Tercera para acceder a los comentarios.