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Cuando olvidaron a Sergio

Sergio Sepúlveda murió por Covid-19 un sábado en la tarde, pero su cuerpo recién pudo ser retirado un día después. Su caso es una lección: muestra qué pasa cuando las instituciones, por desconocimiento y descoordinación, fallan en medio de una pandemia.

Foto familiar de Sergio Sepúlveda.

A Sergio Sepúlveda le pasaban cosas. Si se vendaba el tobillo para cuidárselo cuando jugaba fútbol, seguro se lesionaba. Si compraba un pasaje al sur, seguro que el bus iba sobrevendido. Si compraba un televisor nuevo, seguro se le caía cuando se lo llevaba de la tienda. A sus amigos de la Villa Cervantes, en San Joaquín, les parecía divertido. A él un poco. A veces, cuenta su hermano, se lo preguntaba en voz alta: ¿Por qué todo me tiene que pasar a mí?

—Hace años, cuando me contó que su pareja estaba embarazada y que había ido a hacerse la ecografía, le dije cómo te fue -recuerda su amiga, Claudia Rojas-. Bien, me contestó, pero son mellizos. Yo me reí. ¿Viste?, le dije, si tienes mala suerte. A ti no más te salen dos.

A Sergio Sepúlveda le pasaban cosas. Pero esa, la paternidad, era la única que no lamentaba. Incluso si poco después terminó su relación con esa pareja y, por eso, sólo podía ver a sus hijos, hoy de 13 años, luego de cubrir una hora en micro desde San Joaquín hasta Recoleta. Freddy, su hermano, dice que una vez lo asaltaron yendo hacia allá y le robaron su celular. Y que los mellizos, por estar en la adolescencia, preferían estar con sus amigos antes que pasar más tiempo con él. Pero eso no cambió su hábito diario. A veces llegaba en la mañana, para llevarlos al colegio, o en la noche, para ayudarlos con las tareas.

Algo lo empujaba a no romper esa rutina. Una explicación estaba en su infancia.

—El papá y la mamá vivieron prácticamente separados cuando era niño —cuenta su amigo Max Carrasco—. Él vivía con el papá, con los abuelos, pero el papá como que salía. Era jugador de pool, de cartas, como de noche. No se preocupaba mucho. Entonces lo cuidaron los abuelos desde un principio. Con la mamá se llevaba súper bien, con el papá, no tanto.

Con el tiempo los padres de Sergio, a pesar de no seguir juntos, convivieron en la misma casa que, de a poco, fue quedando vacía. Sus abuelos murieron y, después, su padre. Freddy se fue de la casa cuando se casó. Sergio, entonces, quedó en ese lugar con Doris, su madre.

—Mi taita siempre estuvo con él, pero no a un 150%. Vivía con él no más. Puede ser que por eso mi hermano haya sido así con sus hijos —explica Freddy Sepúlveda—. Si les daba casi todo el sueldo a sus cabros. Por eso había momentos donde estaba acogotado de plata y le pedía a mi mamá.

Los últimos años Sergio trabajaba como administrativo en la constructora del marido de Claudia Rojas, su mejor amiga. La oficina le quedaba a una cuadra y seguía yendo todos los días. Pasaba que no podía trabajar desde su casa, porque no tenía computador. Era la única rutina que mantenía, porque desde mediados de marzo había dejado de visitar a sus hijos. Tenía temor de contagiarse y de contagiarlos si se exponía a esa hora en micro. A su amiga Claudia le decía que lo angustiaba no poder estar con sus chiquillos. Así que salía con sus amigos. El 29 de marzo acompañó a Max Carrasco y Rodrigo Gatica a prender velas al monolito que recuerda a un familiar de ellos, cuando el brote de Covid-19 se expandía por Santiago.

—Como no nos había pegado de cerca —cuenta Gatica— nunca asumimos que el virus era tan terrible.

El 2 de mayo, Sepúlveda tuvo ganas de comida china. Salió de su casa y, llegando a la esquina, se desmayó. Un vecino tuvo que levantarlo y devolverlo donde Doris.

—El domingo me llamó y me lo contó. Decía que no tenía hambre —recuerda Claudia Rojas—. Yo lo molesté. Le dije ahora sí que vas a adelgazar.

Primera espera

Sergio Sepúlveda no fue a trabajar ni el lunes 4 ni el martes 5 de mayo. Sentía algo de fiebre, dolor de cuerpo y la pierna hinchada. Por eso el miércoles en la tarde su madre lo llevó al Cecosf Salvador Allende para que le hicieran el test para detectar si tenía coronavirus. Sepúlveda pasó los siguientes días en cama y comiendo poco. El viernes en la mañana, una doctora del consultorio lo llamó para decirle que había dado positivo. Como no presentaba signos de agravamiento, quedó con control telefónico.

Sepúlveda no les quiso contar a muchos. Les dijo a su hermano y a algunos amigos. No quiso, por ejemplo, decirles a sus hijos. Pensaba que si lo hacía, asegura Freddy, a lo mejor su expareja le iba a poner problemas para ir a verlos cuando se recuperara.

Claudia Rojas lo llamó y Sergio le contó.

—Le grité ¡buena Covid!, para molestarlo. Decía que estaba bien. Que se había duchado, afeitado, que ya no le dolía el cuerpo.

La noticia empezó a correr por la villa. El turno de Max Carrasco fue al día siguiente. Dice que lo llamó a las 11.00 y que lo primero que le preguntó fue: ¿Te moriste ya?

—No le tomé el peso —dice su amigo ahora—. Pero Sergio estaba súper bien. Tiramos la talla.

Ese mismo día, a Doris Fuentes la llamó su hermana y conversaron. Preguntó por Sergio y él, de nuevo, dijo que se sentía bien. Que sólo le molestaba la pierna. Doris iba retirándose de la pieza, aún conversando por teléfono, cuando escuchó que su hijo le habló:

—Me siento mal, me dijo, como que me falta el aire. Lo tomé, lo senté en la cama y me dijo no, deja acostarme. No pos, hijito, le decía yo. No me hagas esto.

Doris salió gritando a la calle. Pidió ayuda. Cuando regresó, abrazó a su hijo y le pidió, por favor, que respirara.

—Decía mamá: no puedo, ayuda. Me decía: mamá, no me dejes. Le dije que nunca, pero que respirara. Le pedí que me mirara y lo hizo. Como que sonrió, su cuerpecito se soltó y empezó a convulsionar, a botar saliva de su boca.

Doris volvió a salir a la calle gritando por ayuda. Dos vecinos que son funcionarios de salud llegaron e intentaron reanimarlo con sus manos. Max Carrasco, que estaba en la calle, corrió a buscar una ambulancia, pero no pudieron dar con una disponible. Ni siquiera en el Cesfam del sector. A medida que sus pulmones fueron cediendo, cuenta su madre, el rostro de Sergio Sepúlveda fue poniéndose azul. Por eso, los vecinos le pidieron a la madre que saliera de la pieza. Luego llegó una ambulancia del Samu Metropolitano.

—Me mandaron a llamar —dice Doris Fuentes— y, sin anestesia, me dijeron: su hijo acaba de fallecer. No nos dieron ningún papel para certificar su muerte. Yo salí gritando de la pieza.

Según la Dirección de Salud de la Municipalidad de San Joaquín, en la ambulancia que acudió a ese servicio había profesionales de reanimación, pero no médicos. Por eso, argumentan, no estaban facultados para emitir un certificado de defunción. Sin ese documento, la familia de Sergio Sepúlveda no podía llamar a una funeraria, a un cementerio ni a nadie que pudiera retirarlo. Para la contingencia del Covid-19, el Ministerio de Salud determinó que ante la ausencia de quien otorgue el certificado de defunción, debe ser el sistema de salud comunal el cual gestione el documento. El problema fue que el personal del Samu no informó eso, sino que otra cosa: “Instruyeron que el camino era ir al SML”, explica la municipalidad. Y eso no era cierto. El protocolo del Ministerio de Salud, de hecho, indica exactamente lo contrario: “Los fallecidos a causa de coronavirus no serán enviados al SML a menos que existan razones fundadas para presumir que el deceso no se originó por causas naturales”.

Y el de Sergio Sepúlveda no era el caso. Pero eso sus familiares no lo sabían. Por eso pasaron la tarde llamando al SML y a Carabineros.

—Cuando llegó una patrulla —cuenta Max Carrasco— les pregunté cuál era el protocolo. Y los cabos me dicen que no tienen protocolo. Empezaron a llamar por la radio y se fueron. Eran las 20.00 y no pasaba nada. Nadie se hacía cargo. Todos se tiraban la pelota.

“Este protocolo Covid —explican desde la Dirección de Salud de la Municipalidad de San Joaquín— sólo fue referido a las comunas el 24 de abril. A pesar de que fue enviado a los equipos de salud, dada la sobrecarga de trabajo y los múltiples nuevos instructivos emanados, no había sido lo suficientemente difundido y estudiado”.

Nadie sabía nada, y Sergio Sepúlveda seguía tendido de espalda en el suelo de su pieza, con las piernas abiertas, tapado con un cubrecama y con una mascarilla sobre su boca. Incluso fallecido, Doris Fuentes se preocupaba por él. En un minuto se acercó y le juntó las extremidades. Tenía miedo de que si su cuerpo se endurecía, después no entraría dentro del ataúd.

A las 22.00, Carrasco les pidió a sus conocidos que denunciaran en Twitter lo que estaba pasando. Una de esas personas fue su amiga Lorena Díaz. A la 1.32 am un tipo llamado Andrés le empezó a mandar mensajes privados.

—Me puso vamos a ayudar a sacar el papel. Le pregunté si era del municipio y me dijo que no, que estaba con una doctora y que necesitaba el nombre completo de Sergio —dice Díaz.

El hombre era la pareja de Lesly Queupán, una médica del Cecosf Salvador Allende que, a pesar de no estar de turno, sintió que debía ayudar. Queupán, que no quiso participar de este reportaje, avisó a la directora municipal que iría y llegó a la casa alrededor de las 2 am.

—Dijo que era inhumano que mi hijo estuviese ahí, botado —dice Doris Fuentes.

Luego de 11 horas, la doctora estableció la causa de muerte. Escribió en el certificado médico de defunción que Sergio Sepúlveda, de 40 años, había muerto de “enfermedad respiratoria por Covid-19”.

Funcionarios del SAMU Metropolitano trataron de reanimar a Sergio Sepúlveda. Cristian Opazo

Segunda espera

Manuel Morales estaba durmiendo cuando sonó el teléfono. Eran las 2 am del domingo y la voz del otro lado le decía que necesitaban un servicio a San Joaquín, posiblemente Covid. Morales estaba acostumbrado a esas llamadas. Hace años, él y su mujer dirigían una funeraria. Ya habían tenido cinco servicios por Covid, así que ya manejaban los protocolos. Pero este era distinto: era la primera vez que tenía que retirar el cuerpo desde un domicilio.

Cuando llegó, Morales vio a Sergio Sepúlveda en el piso. Su pecho aún tenía las marcas del electrocardiograma y estaba obligado a entrar en contacto con su piel. Así que sanitizó toda la casa antes. La familia no pudo cambiarlo de ropa. Sergio entró a esa urna descalzo, vestido con una polera, un short y envuelto en la misma sábana en que había dormido.

Eran las 4 am y había otro problema.

—Manuel no podía sacar el cuerpo, porque la familia no había hecho los trámites con el cementerio —explica Sara Carrasco, esposa de Morales y copropietaria de la funeraria. Tuvo que dejarlo en el living, con remordimientos. Porque no se puede dejar ahí, pero no había dónde llevarlo.

Morales regresó a su casa y durmió en un sofá. Lo asustaba la idea de contagiar a Sara o a uno de sus dos hijos. En la mañana fue al Registro Civil a hacer la inscripción. Entregó los papeles y dijo que Sepúlveda había fallecido por Covid:

—La funcionaria me dijo que la gente no muere en sí por Covid. Todas las personas mueren de paro cardiorrespiratorio. Así que la causa principal era esa.

El certificado, efectivamente, dice eso. Que Sergio Sepúlveda falleció a las 15.00, del 9 de mayo, de un paro cardiorrespiratorio. A las 11.00, Max Carrasco hizo los trámites con el Parque del Recuerdo. Podían recibirlo desde las 15.00.

Doris Fuentes, sin dormir, miró el reporte del ministro Mañalich por televisión.

—El domingo, como a las 12.30, dijo que el cuerpo de Sergio había salido de la casa. Pero yo estaba viendo su ataúd. Le decía hijo, mira la mentira para grande.

Sergio Sepúlveda estuvo en su casa hasta las 16.00 del domingo. Cuando Morales vino a retirarlo, tuvieron que botar todo lo que había tocado. El cobertor, la almohada, la última ropa que había usado, su cepillo de dientes, su toalla, sus perfumes, su gel y sus chalas. Tuvieron que meter eso en bolsas especiales y una ambulancia se deshizo de todo. Luego, Doris y Freddy tuvieron que mirar cómo Sergio se iba, a través de la reja, porque quedaron en cuarentena.

Según el Parque del Recuerdo, la carroza llegó al cementerio de Huechuraba a las 17.00. Dicen que acordaron con la familia realizar el funeral el lunes, a las 11.00. Eso, aseguran, está dentro de lo legal. Así que esa tarde y noche de domingo, Sergio Sepúlveda la pasó en un velatorio, solo.

Claudia Rojas tuvo que contarles a los hijos y a la expareja de su amigo:

—Le bajó la presión, casi se desmaya. La hija de Sergio estaba mal. Y su hijo se sentía culpable, porque cuando su papá lo llamaba, él le decía ¿de nuevo llamaste? Porque Sergio los llamaba tres veces al día.

Ni la expareja ni los hijos de Sergio Sepúlveda fueron a su funeral, tampoco quisieron participar de este reportaje.

—No fueron por miedo —sostiene Rojas—. Uno pensaba que se morían los abuelitos, no gente como nosotros.

Ella y su marido fueron los únicos en el funeral.

Doris Fuentes finalmente tuvo que ir a hacerse el examen. Lo mismo que Freddy y todos los amigos y vecinos que entraron a esa casa. Los resultados llegaron hace unos días: ninguno positivo. El virus no consiguió tocar a nadie que se le haya acercado. El final de todo fue exactamente como sus amigos siempre dijeron. Este tipo de cosas sólo le pasaban a Sergio.

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