Relatos de arriendo de una generación desesperada

Con sueldos bajos, una inflación anual de 14,1% y arriendos que, sólo este año, han subido 25% en promedio en la Región Metropolitana, los menores de 35 años se están dando cuenta de una verdad dolorosa: la promesa de que con estudios, ahorro y constancia era posible comprar una vivienda no se va a cumplir para ellos. No sólo eso: muchas veces sacar una carrera y trabajar ni siquiera alcanza para arrendar con una mínima comodidad. Porque, como estas seis historias muestran, lo que el mercado les ofrece, en el rango de precios que pueden pagar, son departamentos chicos, en esquinas ruidosas, alejados de los barrios donde proyectaron iniciar su vida adulta.


Soñar con lavadoras, despertar con cucarachas

Las cucarachas podrían haber sido el punto de quiebre para Valeria Quinteros (32) y su marido, Francisco Sandoval (35). Encontrarlas en su cama mientras dormían en el departamento estudio que arrendaban en Santiago centro, era motivo suficiente para querer salir de ahí. Sobre todo, porque ya habían aceptado otras cosas de la viviendo que no les encantaban. Como que su pieza estuviese separada por una suerte de cortina del living, o que en la cocina no entrara una lavadora. Lo que los retuvo esa noche, fue lo mismo que los ha mantenido ahí desde 2020: que no encuentran una alternativa más barata. Porque en ese lugar pagaban mensualmente 260 mil de arriendo, otros 40 mil por gastos comunes y 70 mil por usar el estacionamiento. Y afuera, cuando salían a buscar, nunca había nada por menos de 350 mil. Entonces se conformaban con pedirle a la dueña que fumigara y en mirar lo bueno: ella, una Técnico en enfermería estaba a unas cinco cuadras del hospital donde trabajaba. Igual que él, que podía irse caminando el gimnasio donde se ganaba la vida como instructor de boxeo.

Esa conformidad no remueve su deseo.

“Me encantaría vivir en otro lugar del centro con dos dormitorios y que tuviera una cocina donde fuese posible instalar una lavadora. Pero por ahora no podemos estar en un lugar donde nos cobren $500 mil, que es lo que está saliendo un departamento así”, cuenta Quinteros.

Su plan, entonces, es terminar de estudiar para estilista capilar, independizarse, ser madre y soñar con comprar un terreno afuera de Santiago o un mismo departamento en el centro.

A pesar de los precios y las dificultades, Valeria Quinteros aún cree que puede ser propietaria.

Valeria Quinteros

Bienvenida a Santiago

La promesa de ser trasladada a Santiago significaba varias cosas para Priscila Flores (35). No era sólo la posibilidad de dejar Concepción, sino que también de ganar un mejor sueldo como química farmacéutica, establecer redes y, claro, vivir mejor. Por eso dijo que sí a esa oferta el año pasado. Llegó a la capital en octubre. Y, al menos en lo que el mercado de arriendos respecta, la ciudad no era lo que esperaba.

“Había pocas ofertas. La mayoría eran de departamentos de 37m², de un solo dormitorio, que podían estar entre $400 y $500 mil. Aparte que pedían muchos requisitos. No sólo ganar tres o cuatro veces el valor del arriendo, sino que también tener un aval”.

Flores se quedó con uno de 70 m2, cerca del metro Baquedano. Le partieron cobrando un alquiler de $357 mil, pero a comienzos de 2022 se lo subieron a $397 mil. Sus gastos comunes, dice, fluctúan entre los $80 y $95 mil. Haciendo los cálculos llegó a una conclusión desalentadora: todo en Santiago costaba el doble.

“Cuando vivía en Concepción, todos los meses lograba ahorrar una buena cantidad de dinero. Pero ahora nada, incluso he tenido que recurrir a los ahorros cuando mis gatitas se han enfermado. Allá no había problema si tenía algún imprevisto, pero aquí se me complica más”.

Esa vida más cara de lo que había imaginado, tuvo una consecuencia más. Priscila Flores tuvo que corregir bruscamente sus expectativas: “Siempre pensé que, al independizarme, podría ahorrar para tener una casa o lo que sea. Pero con la situación económica actual, ya tengo cero esperanzas”.

Priscila Flores

La precaria vida adulta

El peso sobre Nicolle Riutort (30) no estaba solamente en poder costearse su vida. También estaba en ser capaz de financiar una parte de la de su madre. Eso fue lo que la inmovilizó hasta los 28 años, que fue cuando dejó la casa y se mudó con una pareja a un departamento en Macul donde les cobraban $400 mil de arriendo. Su sueldo de profesora básica municipal alcanzaba para cubrir la mitad de eso, de los gastos comunes, su deuda por CAE y el porcentaje del alquiler de su madre que le tocaba. Pero cuando esa relación terminó, Riutort entendió lo difícil que era encontrar un lugar que pudiese solventar sola. Buscó durante dos meses este año y dio con uno en la misma comuna, cerca de Vespucio con Quilín y 38 m2, donde la mensualidad era de $340 mil y otros $64 mil por gastos comunes. Sumados eran casi la mitad de su sueldo. Y eso sin incluir sus otros compromisos financieros o que el alquiler se reajusta por IPC semestralmente.

“Cuando hice el trato para arrendarlo, el corredor me dijo que habían disminuido mucho las ventas de departamentos. Entonces, como ya no se compra –porque económicamente es súper inviable– ¿qué hace uno? Arrienda. Y los propietarios aprovechan esa alza y suben los precios”.

La vida adulta no fue lo que imagino, porque se convirtió en un constante aprendizaje sobre cómo vivir con menos. Desde recortar su terapia sicológica, hasta su vida social:

“Me quedo con muy pocas lucas a fin de mes. Ni siquiera me alcanza para darme un gusto personal. Entonces, todo lo que yo imaginaba de la independencia, de crecimiento como mujer, se va como desfigurando en sentido metafórico cuando tienes que cumplir con tantos deberes y responsabilidades para poder sobrevivir en tu espacio”.

Nicolle Riutort

Cama y comedor

La vida adulta de Camila Soto comenzó en San Joaquín y eso no era lo que ella había imaginado. El futuro al que se proyectaba, mientras estudiaba Ingeniería Civil Industrial, era el de una mujer independiente, arrendado sola en Santiago Centro. No tanto porque le encantara la comuna, sino más bien porque era lo que pensaba que podría pagar y la mejor posibilidad a su alcance. El destino, sin embargo, lo complejizó todo. Una relación familiar difícil la apuró a dejar el hogar a los 23 años. Sebastián Ortega, su novio tres años mayor y funcionario de la PDI, quiso acompañarla. Terminaron en un estudio de 43 m2, vecino al metro Rodrigo de Araya, porque el dueño no pedía tantos papeles para cerrar el contrato por $360 mil mensuales. Cuando se instalaron, aprendieron que no entraba una lavadora y que en el balcón sólo entraba el arenero de su gato. Pero fue el ruido de la Línea 5 lo que terminó convenciéndolo de irse en 2021. Tenían un presupuesto de $400 mil. Encontraron uno de 50 m2, de un dormitorio y un baño, cerca del Portal Ñuñoa. Valía $410 mil y cobraban $100 mil por gastos comunes. El precio superaba el tercio del sueldo de Ortega, y subió $10 mil este año, pero lo tomaron igual. El espacio se les sigue haciendo chico. Soto, ahora una analista de operaciones de un banco, usa el comedor como escritorio para teletrabajar. Los almuerzos y las cenas, entonces, son arriba de la cama. El ahorro aún cuesta, porque ella paga el CAE y un tratamiento por alergias.

“Uno ve a otras personas que no tienen la deuda universitaria, que estudiaron una carrera técnica, y las ves con auto, viviendo solos y es súper frustrante. Muchas veces me cuestionó si estuve bien estudiando lo que estudié”, dice Soto, a quien también la asusta pensar qué pasaría si su relación de pareja termina: “porque tendría que irme a una pieza. No me daría para algo yo sola”.

Camila Soto

El costo europeo

Cuando Maykol Acosta (32) llegó a Santiago desde Caracas, en 2017, le sorprendió una cosa: lo caro que podía ser vivir en esta ciudad en donde, por ejemplo, un estudio de 27 m2 cerca de Santa Lucía costaba $280 mil mensuales. Acosta llegó a un lugar así, que compartió con un compatriota, para después mudarse al barrio Italia con una pareja. Las veces que conversaba con sus amigos repartidos por el mundo, Acosta, un arquitecto que trabaja en una constructora, reparaba en un detalle trágico y gracioso: “los valores de los arriendos en Santiago competían con los precios que mis amigos pagaban en España. Hacíamos las conversaciones y quizás había un 20% de diferencia”.

En 2020, un poco antes de la pandemia, quedó soltero. Eso lo obligó a encontrar un lugar con un presupuesto que había fijado en medio millón mensual. Dice que visitó unos 20 departamentos donde las corredoras lo descartaban por no ganar lo mínimo que exigían: tres veces el precio del arriendo. Finalmente dio con uno de 85 m2 en un viejo edificio cerca de la Villa Frei, que lo mostraba el mismo dueño. El precio, cuando cerró el contrato, era de $470 mil, además de $60 mil en gastos comunes. Dos años después subió a $550 mil y $70 mil, respectivamente. Acosta, entonces, hizo los obvios: compra mercadería una vez al mes, dejó de salir a comer y restringió las salidas los fines de semana. También usó su creatividad: como su moto no ocupaba todo el espacio de su estacionamiento, le alquiló el espacio inutilizado a alguien más. Nada de eso le quita el sueño. “Para mí –dice– el libre mercado está perfecto”.

Maykol Acosta

Enojarse con la profesión

Francesca Azzarelli quería vivir en Ñuñoa, pero en 2020, con 25 años, sólo le alcanzó para la zona cero. Encontró un departamento de un dormitorio y un baño a 260 mil, cerca de Vicuña Mackenna, que podía costear con su sueldo de profesora básica de $600 mil. Sólo que no aguantó mucho. Le costó el ruido, que era muy distinto del de la casa de sus padres en Peñalolén, y lo peligroso que podía ser el barrio ciertos días. “Los viernes no podía salir después de las 17.00, porque estaba cortado el tránsito”, recuerda.

Cuando volvió a buscar, Azzarelli entendió que los sectores que quería estaban fuera de su alcance. “Me dio mucha rabia con mi profesión, por lo poco que pagaba. Con mi sueldo sólo podía arrendar en lugares más alejados, como San Miguel o Macul, y me daba susto irme tan lejos”.

La alternativa fue cambiarse de trabajo a un colegio que le ofrecía mejor remuneración y, aun así, buscar con Catalina Kahn: una amiga, también profesora, que tenía los mismos problemas. Vieron uno cerca de metro Ñuble, donde la corredora les exigía que una de las dos ganara al menos 2 millones de pesos. Y no era su caso. En otro, las descartaron porque eran profesoras y en un tercero, porque eran amigas en vez de pareja. “Nos dijeron que, si nos peleábamos, y una se iba, la otra no iba a poder pagar el departamento”. Aunque lo más difícil, fue dar con uno estilo mariposa, con dos dormitorios grandes. Lo encontraron en Irarrázaval a $520 mil, más $110 mil por gastos comunes. Luego de un año, el alquiler ya subió $30 mil. Para llegar a ese monto, Azzarelli complementa su sueldo haciéndoles clases particulares a dos alumnos. Todo, con tal de espantar uno de sus mayores miedos: tener que volver, a los 27 años, a vivir con sus padres porque el sueldo no le alcanza.

Francesca Azzarelli

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