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Puro instinto

Durante todo el año la paisajista María José Elton vive en Cachagua, un lugar que la seduce y emociona hace más de 20 años, cuando llegó a vivir con su primer hijo. La bienvenida fue un microclima y un paisaje que la hacen, hasta hoy, disfrutar de la vida y adorar lo que la tierra le regala.

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Su casa es la de una gozadora de la vida, en la que claramente puede seguirse la huella de su intenso ritmo. En un minuto se la ve jugando o corriendo en la playa con sus cuatro fieles mascotas –dos schnauzer, una perrita rhodesian ridgeback y otro recogido de la calle–, rehaciendo por milésima vez su jardín, practicando yoga, en una clase de astrología o de interpretación de sueños, yendo y viniendo de un vivero o en uno de sus proyectos, de anfitriona en un concurrido asado familiar, o riendo de tal forma que contagia al que esté a su lado. Es que la paisajista María José Elton no para. Su carácter alegre, inquieto e impulsivo permite entender su forma de ver y construir su existencia.

Fue años después de llegar a Cachagua, tras separarse, cuando decidió construir a pulso esta vivienda en el terreno de su familia. Nadie podría imaginar que su casa es una mediagua del Hogar de Cristo, la que armó sólo con la ayuda de un maestro. Raspó puertas y ventanas, y no dudó en recoger las “sobras de Marbella” –como ella dice– y las de demoliciones en Valparaíso. Sin embargo, en ella ayudaron jardineros y amigos. Nunca faltaba un aviso para decirle que estaban echando abajo una construcción. La idea era ir a buscar lo que le sirviera para poder seguir construyendo.

“Miro hacia atrás y pienso cómo lo hice. Creo que fue un impulso, sin pensar. Mi primera adquisición, por cierto bastante loca, fueron unas puertas de vitreaux. Me enamoré de ellas apenas las vi. Pero todo en esta construcción fue así. Cada compra que hice no tenía idea en dónde la iba a poner; pero luego la recortaba y encajaba como en un puzzle. Esta casa fue levantada sin planos, a puro instinto, como hago la gran mayoría de las cosas”, dice María José.

Pero no sólo la casa fue armada de esa manera. Todo el mobiliario fueron piezas que llegaron al azar: las mesas de costura antiguas, losmorteros demármol, las sillitas de niño, los collares colgados, los anzuelos encontrados en el mar, etc. La propietaria y paisajista dice que son parte de una historia por contar. Quizás algo que deberíamos preguntar al chaise longue de su bisabuela o al espejo que consiguió de la Casa de los Siete Espejos, un gran prostíbulo de la época en Valparaíso.

La paisajista nunca imaginó que crear ciudades de plasticina cuando niña la llevaría años más tarde a proyectar jardines.

Recolectar piedras se convirtió en una meditación natural. A diario camina por la playa de Cachagua, a veces acompañada por sus perros, otras por amigos o sus hijos. Pero a casa sólo puede volver cuando tiene la mochila llena.

“Mi altar es un recordatorio de que nada en la vida es para siempre: así como la casa y el jardín cambian o los hijos parten a hacer su vida, también emigran las cosas. Hay que saber desprenderse y regalarlas”, dice María José Elton.

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