Los cuarentones todavía quieren bailar
Ya sea por razones demográficas, sociológicas o por hábitos de consumo, las fiestas para mayores de 35 están viviendo un auge que antes parecía improbable. ¿Por qué hay tantos santiaguinos de mediana edad dispuestos a bailar hasta la madrugada un jueves? La respuesta parece ser esta: son los únicos que pueden pagar los precios de divertirse en la capital.
El problema era que la noche de Santiago no alcanzaba para todos. Esa certeza de que había un momento, después de cumplir cierta edad, en que no había más oferta que salir a comer fue algo que hace algunos años Mauricio Guerrero (43) y Cristián de la Barra (43) comenzaron a entender: cuando vieron que sus primeros clientes, los que llegaron a bailar al Club Candelaria, en Vitacura, hace 13 años y que, luego, eran parte de las filas en Huechuraba para entrar a las fiestas Club 30 en Bosque Luz, comenzaron a preferir los quinchos de sus edificios o los comedores de los restoranes, que siempre cerraban muy temprano, antes que salir a bailar.
–Es una generación que, después de casarse, se fue poniendo un poco cómoda –dice Guerrero–. Yo creo que cuando una persona cumple 40, no quiere hacer filas. Entonces creo que dejaron de sentirse a gusto en Candelaria y terminaron yendo a restoranes y bares y sólo iban a fiestas para celebraciones específicas.
Había razones. Santiago, luego del estallido y la pandemia, ya no era el mismo.
–Da la impresión de que se acotó la noche –explica el cronista gastronómico Álvaro Peralta–. No sólo en horarios, con boliches que cierran más temprano, sino que también los polos en los que se desarrolla la vida nocturna. Ha habido un reordenamiento. Porque no es que se haya acabado el carrete nocturno, sino que se ha acotado hacia la parte oriente. Y supongo que la sensación de inseguridad y el alza de los precios tampoco ayudan a que la cuestión crezca en otras partes.
Mientras Lastarria y Bellavista dejaron de ser una alternativa para ese segmento, porque los precios que se cobraban no justificaban apostar por Santiago cuando anualmente se llegaron a registrar 259 homicidios en el centro, hubo otros barrios que sí capitalizaron esa fuga. Alonso de Córdova, la Galería CV y Nueva Costanera consolidaron una tendencia que seis años después del estallido parece una ironía: la noche no sólo subió de precio, también se elitizó, porque se mudó hacia los barrios donde podían cobrarse $ 6 mil por una cerveza, $ 8 mil por una piscola y sobre los $ 10 mil por un cóctel, en una economía con un salario mediano de $ 611 mil.
Guerrero y De la Barra observaban esto desde Candelaria con la misma lectura: el público mayor de 35 se había vuelto más cómodo y no quería desplazarse por Santiago durante la noche, porque esos desplazamientos ya no los sentía seguros.
–Pensamos que si encontraban un lugar donde pudiesen comer y bailar se quedarían ahí –apostaba Guerrero–. Porque aquí no existía ningún lugar donde pudiesen hacerlo.
Las estadísticas jugaban a su favor. En la Región Metropolitana, según el último censo, hay 2.045.929 personas entre 35 y 54 años.
–Si usamos los datos de la Asociación de Investigadores de Mercado y Opinión pública de Chile (AIM) –explica Guillermo Armelini, académico de la Escuela de Negocios de la Universidad de los Andes– podemos decir que el 11% de la población pertenece al segmento ABC1, que es la clase más adinerada. En este mercado de gente de entre 35 y 54 años serían unas 225 mil personas. Esas son las que pueden salir dos veces por semana, porque hacerlo en Santiago, lamentablemente, es muy caro.
La duda era si aún querrían salir a bailar, sobre todo a mitad de semana.
–De algunas marcas nos preguntaron si estábamos locos –recuerda De la Barra–. Pero nosotros les contamos lo que estábamos viendo, que eran un nuevo segmento que queríamos salir a buscar, porque palpábamos que había algo. Lo sentíamos.
Una medición de Cadem del 17 de abril preguntó a los encuestados qué suelen hacer en su tiempo libre en días laborales. La alternativa salir a bailar, en el grupo de entre 18-34, sacó un 3%. En el de 35-54, un 3,6%. Si esos números eran ciertos, significaba que había unas 73.653 personas de esa edad que todavía querían bailar. No era un mal universo para Bardot, que fue como Guerrero y De la Barra le pusieron a su nuevo club, con capacidad para 800 personas, en las terrazas del Parque Titanium.
La apertura fue el 8 de mayo y, desde entonces, es difícil conseguir reserva. Sobre todo, los jueves y sábados.
–No es que este público no existiera –dice Guerrero–, es que estaba dormido.
Las mamás de los miércoles
Max Raide (44), tomando un café con su hermano Domingo (37) en Casa Las Cujas, uno de los varios restoranes y clubes de los que son dueños en Vitacura, como Jardín Secreto y Teatro C, quiere ver todo esto como un continuo: esta generación, que mezcla a millennials y a los X, ha ido siendo modelada en un mercado en el que para entrar a ciertos lugares no bastaba hacer la fila.
–Hace 15 años lo que había eran los after office, que eran masivos. Cuando nosotros empezamos a hacer eventos en Zapallar, creamos este concepto de más exclusividad y de la invitación personalizada. Antes sólo existía pagar entrada. A la gente le fascinaba y tú ibas creando hábitos de consumo: porque lo que habrían gastado en la entrada, lo gastaban en tragos.
En los últimos 10 años ir a bailar a ciertos lugares se convirtió, también, en una forma de presumir estatus. Estar en las listas de Candelaria o Teatro C, por ejemplo, y no tener que llegar temprano y pagar entradas de $ 20 mil y esperar que los guardias permitan pasar, se volvieron atributos deseables en un mercado de la soltería que se tornó cada vez más segmentado. Salir, en jerga de mercadotecnia, se había vuelto una experiencia premium. Todo eso, por supuesto, también cambió los hábitos.
–La gente empezó a elegir mejor. En vez de ir a un lugar más barato en Bellavista y salir dos veces a la semana, prefieren gastar esa misma plata en una salida. Gastan más, pero mejor. Por eso ahora nadie sale a almorzar, pero en la noche está repleto –cree Raide.
Hay un cambio más que advierte Domingo Raide.
–Ahora las mujeres separadas salen los miércoles.
Ese, dice, es para muchas el día en que no están con sus hijos.
En Chile, la edad promedio para casarse es de 36 años en hombres y 33 en mujeres. Si, como indica el INE, aquí se registran más divorcios que matrimonios al año, y la duración de esas uniones suele tener un promedio de ocho años, hay cada vez más personas de 40 y tantos buscando conectar con algo que perdieron.
–La última Casen muestra que el 50% de los hogares es de dos o menos personas –indica el académico Guillermo Armelini–. El boom inmobiliario de la última década también se explica por eso: hay mucha gente viviendo sola. Y esa es gente que necesita socializar, que tiene un mayor poder adquisitivo. A eso le agregaría que aún quedan vestigios de la pandemia, que produjo un cambio radical en el consumo hedónico y de ocio, dado el encierro y lo que eso generó en la población.
María José Manríquez lo ve todas las semanas en el Club Casa Conejo de Ñuñoa, una comuna que, detrás de Santiago, Maipú y La Florida, es la cuarta de la RM con más población entre 35 y 49 años. Ahí, dice la gerenta general, no dejan entrar a menores de 30.
–Yo tenía dos terrazas antes. En la de adelante hacía celebraciones para jóvenes y atrás para más adultos. Yo observaba que, por ejemplo, venían mujeres solteras, muy jóvenes, otras más viejonas, de 45, digamos. Yo sentía que se formaba algo raro. Como que esas mujeres, que andaban conociendo hombres, si estaban rodeadas de lolas se sentían menos. Porque las otras eran jóvenes. Un hombre, la mayoría de las veces, va a preferir conocer a una joven en un bar. Eso me hizo pensar que era súper bueno poner un rango de edad.
Manríquez, dándose vuelta por su bar, noche tras noche, cree que el cambio resultó.
–La gente, cuando llega sola, se siente mucho más cómoda con los de su edad, porque se arma una onda. Eso me lo decían. Que era bueno que no dejara entrar a jóvenes.
Escuchar a las clientas, hacerlas sentir cómodas, esa es una decisión que va más allá de la sororidad. En Santiago, en el segmento entre 35 y 54 años hay 56.205 mujeres más que hombres.
Esa restricción -que la juventud no se premia- ha tenido un efecto impensado. En las filas para entrar a Bardot un jueves por la noche se ven mujeres de 30 o 33 deseando poder ingresar a un lugar que, en teoría, no debiese admitirlas y por razones insospechadas.
–Ojalá que no haya princesos –dice una de ellas.
Adentro, Cristián de la Barra, con una cerveza en la mano, escucha otra historia. Un amigo le cuenta sobre los grupos de mujeres, con vestido y tacos, dando vueltas por Andrés Bello en medio de la noche, tratando de descifrar por dónde es la entrada no señalizada hacia Bardot.
De la Barra se ríe:
–¿Pero dime si no es lindo eso?
Un trago, por favor
Hay una última razón que explica por qué el mercado nocturno aún no puede desprenderse de los mayores de 40: en los más jóvenes, el alcohol no es tan necesario.
En una medición de mediados de mayo, Cadem preguntó a sus encuestados con qué frecuencia tomaban. El 15% de los que pertenecían al grupo 35-54 contestaron que una o dos veces a la semana. En el tramo de 18-34, esa respuesta obtuvo un 9%. Al momento de explicar las motivaciones para hacerlo, un 29% del grupo 35-54 dijo que porque los relajaba. En el segmento inmediatamente más joven, esa explicación sólo consiguió un 17%.
El universo de Instagram y TikTok está lleno de videos de centennials contando que ya no beben porque les produce ansiedad sentir resaca, porque ya no consumen azúcar, porque es muy caro o porque prefieren la vida sana y subir un cerro un sábado por la mañana.
–No por nada –explica Álvaro Peralta– esta es la generación que volvió a poner de moda los mocktails y donde se están imponiendo las fiestas donde solo se bebe café.
El vocero de un competidor de la industria cervecera lo dice así: lo que están viendo es que los productos sin alcohol están creciendo a doble dígito, porque efectivamente las nuevas generaciones no están enganchando con el trago.
Los mayores de 35, en cambio, crecieron en fiestas donde la piscola podía costar una moneda de peso y alimentaron un mercado en el que beber, por ejemplo, podía hacer menos doloroso el traumático rito de sacar a bailar a otro.
–La generación X quizá tiene una relación con la embriaguez en parte marcada por su contexto, entre la liberación y lo represivo –cree la psicoanalista y autora Constanza Michelson–. Son los hijos del fin de la historia, de los grandes proyectos. Y el cuerpo pasó a ser un territorio de exploración y ruptura de límites. El hedonismo, pero ya no como algo sagrado y ritualizado. Obviamente, eso lo hace menos contenido, más peligroso. A estas alturas, quizá ya es solo costumbre: tomar para soltarse, para que algo ocurra sin tener que explicarlo todo. Los X tienen una relación, creo, menos ansiosa que los más jóvenes. Porque tuvieron que exponerse, no había cómo saltarse el encuentro cara a cara.
Aunque eso, cree Max Raide, puede tener un matiz.
–Nadie quiere decir ‘no salgo porque no tengo plata’, entonces dan otras razones. Nosotros vemos que los que están entre los 30 y 40 están con muchos problemas económicos. No tienen casa propia, entonces tienen que pagar colegios y arriendos con sueldos que no alcanzan. El de más de 40 sí alcanzó a comprar algo y probablemente ya tiene a los hijos más grandes. Yo creo que por eso volvió a salir.
Ese regreso a la noche probablemente ha sido más intenso y ansioso de lo que los socios de Bardot calcularon:
–Creíamos que este público vendría una o dos veces al mes. Y que cuando viniera, lo daría todo. ¿Qué ha pasado? Que a esa persona la estamos viendo una vez a la semana, casi dos, viene a comer y se va a las 3.00. Ha sido muy sorpresivo –cuenta Guerrero.
Es como si se tratara de un animal enjaulado que, después de mucho tiempo, volvió a encontrar su lugar. Aunque esa mirada también tiene otro lado.
Una ejecutiva que fue un jueves con dos amigas dice que, en un minuto, se vio sola en la barra. No pasó mucho tiempo hasta que dos hombres se le sentaron al lado tratando de hablarle.
–Un poco desesperado –dice ella–, ¿no te parece?
En la noche de Santiago hay cosas que nunca cambian.
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