Christopher Hitchens
En un país como el nuestro,donde los intelectuales devienen en lobbystas, Hitchens parece sacado de una ficción.<br>
POR SU enorme talento para la diatriba y por su vocación para mantener posturas impopulares, hay facetas de Christopher Hitchens que han quedado un tanto relegadas a la hora de los homenajes. "No deseaba flores ni uvas, deseaba tu conversación y tu presencia. Todos los silencios eran útiles", escribió Ian McEwan después de visitarlo en el hospital, iluminando de pasada uno de los principales rasgos del gran periodista británico: la capacidad para escuchar, es decir, para dejarse seducir y confrontar sus propias ideas con las del otro. Hitchens escribió buena parte de sus mejores textos después de largas conversaciones y reporteos. De allí que fuera un intelectual en permanente movimiento: estuvo en La Habana, en Montenegro, en Corea del Norte y en muchos otros territorios en los que fue testigo de proyectos políticos demenciales. Sabía que las verdades oficiales se pueden desmoronar no sólo con documentos desclasificados; también prestando atención a lo que decían choferes y recepcionistas de hotel.
En diciembre de 1977 visitó a Borges en Buenos Aires. En realidad venía a Chile, para investigar la responsabilidad de Kissinger en el golpe de Estado, pero sabía que Borges era demasiado importante, mucho más que un bibliófilo obsesivo que escribía cuentos de laberintos y espejos. El escritor argentino vivía en un pequeño departamento forrado de libros y, no obstante estar ciego, daba la impresión de que sabía dónde se ubicaba cada volumen. Se acercó a un estante y le pidió a Hitchens que leyera un relato de Kipling. "Por favor -dijo Borges-, léalo despacio. Me gusta dar tragos largos, largos".
Después hablaron de juegos idiomáticos y de la conversión de Chesterton al catolicismo, del Ulises de Joyce y el realismo mágico, de Pinochet y el Premio Nobel. Al final, Borges lo invita a que vuelva al día siguiente, para que lea otro cuento. En la crónica El inmortal, Hitchens señala que se trató de la petición "más suave e imperativa que me han hecho nunca". El tono del texto refleja cuánto lamentó no poder acceder a ella y también lo cerca que se sentía de la literatura. En sus trabajos se filtra la admiración por Joyce, Proust, Philip Larkin y Graham Greene; poco antes de su muerte preparaba un ensayo sobre Chesterton.
En su lucha contra Dios, el modelo indudable fue Voltaire, mientras que el ejemplo de independencia política lo adquirió de Orwell. "Un escritor sólo será honesto si se mantiene al margen de las etiquetas partidistas", escribió Orwell en 1940, después de presenciar los horrores perpetrados por la izquierda en la Guerra Civil Española. Sus palabras, sin duda, hicieron eco en Hitchens, quien por lo demás escribió un libro (La victoria de Orwell) que volvió a poner en órbita al autor de 1984.
En un país como el nuestro, donde los intelectuales devienen en lobbystas o asesores, abandonando con demasiada rapidez su función de observar críticamente al poder, la figura de Hitchens parece sacada de una ficción. Recuerda a los detectives de novela negra, esos sujetos que están un poco afuera de la sociedad y que, por lo mismo, pueden ver y denunciar las intrigas que la corroen. Independiente, culto y bebedor consumado de whisky, Hitchens demostró que el lenguaje todavía puede ser un arma.
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