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Crítica de cine: Heavy metal

La directora de Punto de quiebre está en su elemento. Su película sobre militares que desactivan bombas en Bagdad, rebosa adrenalina y es insospechada candidata al Oscar. He aquí una temporada en el infierno, sin invocaciones ni evocaciones.

En un  pasaje de Vivir al límite, el sargento Will James (Jeremy Renner) le habla a su hijo de muy corta edad como quien piensa en voz alta. Vas a crecer, le dice, a propósito de una cajita de lata que entretiene al pequeño, y muchas cosas que te encantaban ya no serán tan especiales. "A mi edad", continúa, "van a ser una o dos… Y para mí, creo, es una". Corte. El plano siguiente lo muestra  aterrizando en Bagdad, para pasársela un año desactivando bombas.

La última película de Kathryn Bigelow ha descolocado. En Europa se dio el 2008 y la prensa echó de menos una declaración sobre la ocupación de Irak; en Estados Unidos sólo el año pasado llegó a un puñado de salas, pese a todo lo cual hoy va por nueve Oscar, incluido el principal.

Partiendo por el personaje de Renner, la película juega el juego del verismo, prescindiendo de las tesis, las ilustraciones e incluso de las estrellas normalmente requeridas para dar fama, estirpe o estatuillas.

Por desorientada que esta película asome entre el calor, las bombas y las balas, dispone en los hechos de un gringo adicto a la adrenalina que no puede hacer otra cosa que lo que sabe hacer. Este criterio dramático aleja a la película de las complejidades de cintas que han invocado razones de Estado o evocado el alma nacional, emparentándola a productos genéricos bastardos. Ahí parece estar la horma del zapato de la realizadora.

Suspenso, testosterona y una voluntad realista propia de un docu-reportaje, mueven esta película basada en las vivencias del periodista Mark Boal, que en su minuto escribió el artículo que dio pie a La conspiración. El protagonista llega a ocupar el puesto de un desactivador caído en acción, lo que supone recorrer la capital iraquí y sus alrededores junto al sargento Sanborn (Anthony Mackie) y al soldado Eldridge (Brian Geraghty). En tierra extraña, vive la rutina de lo insospechado y saca de quicio a Sanborn por su costumbre de hacer las cosas a su manera. También bebe y se va de golpes con los suyos, en rituales que rara vez los hombres tras la cámara registran con un sentido tan directo de la intimidad masculina.

Mientras Eldridge está en terapia  y Sanborn dice odiar el lugar de su asignación, James parece mirar la brutalidad a la cara, lo que puede ciertamente redundar en perder la cabeza. La ferocidad de lo real está ahí, así como los cuerpos que se entregan al sacrificio. Menos evidentes son las alturas alcanzadas, en la medida que la puesta en escena parece a ratos extraviarse, y junto a ella la relación con "el otro": el iraquí que puede ser un transeúnte inocente, un hombre bomba o un tipo que apunta su cámara de video al militar que lo apunta con su arma.

Ni la ruda tosquedad ni la renuncia a las complejidades de la guerra le quitan a esta cinta la voluntad escrutadora de vivencias, espejismos, errores y autoengaños. Tampoco la emoción contenida en escenas de antología.

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