Histórico

La vida y danza sin Pina

Este lunes 27, Pina Bausch habría cumplido 75 años. Tras su muerte en 2009, su hijo y un coreógrafo y amigo hablan del legado de la bailarina y el futuro de su compañía.

DECÍA que le era imposible expulsar palabras, y que la danza ocurriría como un afortunado accidente. La Segunda Guerra Mundial había estallado en Europa, y August y Anita Bausch, dueños de un restaurante para la clase obrera en Solingen, muy cerca de Düsseldorf, en Alemania Occidental, recibieron el 27 de julio de 1940 la llegada de su tercera hija, Philippina. Enjuta, de mirada profunda, algo torpe y retraída, Pina -como le apodaron- mostró pronto una flexibilidad y madurez artística que la enajenaba del pánico. Esta es la historia de esa niña que, en medio del genocidio y el caos, hizo de la danza el desahogo para sacarse de adentro lo que nunca se atrevió a decir.

A los cuatro años presenció su primer ballet. “Todavía recuerdo ese escenario brillante, lleno de luces: entonces supe que bailar sería mi existencia”, diría años después en una entrevista, ya convertida en Pina Bausch, la mujer del cigarrillo eterno, cola de caballo y extrema delgadez, quien tumbó para siempre los preceptos de la danza, fundiendo lo clásico y contemporáneo.

Apoyada por sus padres, a los 15 años fue reclutada por el coreógrafo Kurt Jooss en la Folkwang School de Essen. En 1959 se graduó y ganó una beca para estudiar en Nueva York. Audicionó para la prestigiosa Juilliard School en 1960, y dirigida por su maestro, Antony Tudor, debutó en el Metropolitan Opera Ballet. Un año después regresó a Alemania para formar parte de la compañía de Jooss, el Folkwang Ballet Company, primero como su asistente y luego como solista. Fragment, de 1968, fue su primera pieza como coreógrafa y directora. Desde entonces, sus movimientos no volvieron a pasar desapercibidos.

Mientras le llovían elogios de la crítica, en 1972 asumió la dirección del Wuppertal Opera Ballet, que después rebautizó como el Tanztheater Wuppertal Pina Bausch, uno de los grupos más respetados del Viejo Continente. Atraída por la experimentación escénica, la ópera, el teatro y, desde luego, la danza, mostró piezas como Orfeo y Eurídice y La consagración de la primavera, en 1975, y la exitosa Café Müller, de 1978, un retorno a su propia historia. Es la de una niña rodeada de sillas, como obstáculos, solitaria, y oculta bajo las mesas de un café, intentando entender los amores y desamores ajenos.

Pronto, su vida privada fue vigilada por la prensa. Bausch enmudecía siempre que alguien intentaba cruzar el límite: “Estoy en mis obras, eso es quien soy”, decía, echando humo. Durante su paso por Essen, conoció al diseñador polaco Rolf Borzik, y desde 1970, ambos alquilaron un apartamento en Wuppertal. Hasta la prematura muerte de él, en 1980, víctima de leucemia, Borzik diseñó decorados y vestuarios para la compañía.

Su eterno aferro a Chile

Ese año, y tras dar la vuelta al mundo, Bausch aterrizó por primera vez en Chile con Café Müller y La consagración de la primavera. “Allí conoció a mi padre, Ronald Kay”, cuenta desde Alemania su único hijo, Rolf Salomon, de 34 años, miembro del directorio de la fundación que lleva su nombre. El poeta y entonces profesor de Estética y Literatura de la U. de Chile, fue el último gran amor de Pina. Para este artículo, sin embargo, y a días de conmemorarse 75 años del natalicio de la bailarina, Kay optó por el silencio. “Hay que dejar que brille sola, como siempre lo hizo”, dijo.

Le restarían dos visitas al país: una en 2007, para mostrar Masurca fogo, en el Teatro Municipal de Santiago, cuando recibió  la Orden al Mérito Artístico y Cultural Pablo Neruda, y la última, en enero de 2009, a meses de su muerte, el 30 de junio del mismo año y producto de un cáncer de pulmón. Bausch recorrió Atacama, Valparaíso, Santiago y Chiloé para crear, sin saberlo, su última pieza, Como el musguito en la piedra, ay si si si... “Su relación con Chile era muy especial, pero ese viaje, el último, la marcó para siempre”, dice Salomon.

El coreógrafo griego Daphnis Kokkinos, mano derecha de Bausch en sus últimos años -cuando ya había incursionado en el cine: en Y la nave va, de Fellini (1983); Hable con ella, de Almodóvar (2002), y Pina el premiado documental de Wim Wenders (2011)-, asistió a la dirección del montaje coproducido por Fitam y la acompañó en su recorrido: “Algo le provocaba, del llanto a la risa, la música chilena, su gente y sus colores. Por eso el montaje -que fue estrenado póstumamente en enero de 2010- tiene música de Violeta Parra, Congreso y Cecilia”, dice.

Kokkinos, quien está en Chile para los dos ciclos que se presentarán en GAM el 25 y 26 de julio, y luego el 28 y 29 (con A 17 centímetros del piso, del coreógrafo Jorge Puerta), mostrará Addio addio amore, un homenaje a la mujer que fue su maestra: “Son mis recuerdos con ella. Para la compañía no ha sido fácil su partida, pero su método está e intentamos traspasarlo a los jóvenes. Pina decía que había que buscar y buscar”, cuenta. “No quería ser política ni que su arte lo fuera, sino que cada bailarín encontrara un movimiento que lo distinguiera. Para ella, eso era como la voz, algo que todos llevamos dentro”.

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