Música chilena de los 50 a los 70: Años de fiesta
<p>Las décadas más densas, complicadas y heterogéneas que ha tenido la historia de la música popular en Chile son las que cubre la fascinante nueva investigación de los institutos de Música e Historia de la Universidad Católica.</p>

Hoy, cuando se vuelve una y otra vez sobre la manida crisis de la industria del disco, reparamos de pronto en lo escasas que son alrededor nuestro las señas sobre sus momentos de esplendor. ¿Cómo era la música chilena cuando ésta impulsaba una fuerza de celebración y no de lamento? Los 20 años que abarca Historia social de la música popular en Chile, 1950-1970 son los de un ebullir musical asombroso por su diversidad, ambición y alcance. El bolero (en su forma convencional y, más tarde, en mezcla electrónica) y la canción social de raíz latinoamericana ubicaban al fin a la música popular chilena en el mundo; pero también la balada, el rock y el llamado neofolclore eran fuerzas de expansión amplia y códigos masivamente reconocibles. La más reciente investigación del musicólogo Juan Pablo González, el historiador Claudio Rolle y el músico Oscar Ohlsen es el relato de una fiesta fenomenal, acallada hoy por la bruma de una industria que ¾no sólo en Chile¾ perdió para siempre esa capacidad aglutinadora.
"Son las décadas más densas, complicadas y heterogéneas que ha tenido la historia de la música popular en Chile", confirma González, quien también con Claudio Rolle había firmado hace cuatro años la primera parte de esta investigación (1890 a 1950) amparada por los institutos de Música y de Historia de la UC. Este nuevo libro impone una misma tesis sobre la creación local a nuestra música la definen la mezcla y su apertura a lo foráneo, pero incorpora las complejidades propias de un país que, en estos años, pudo estampar en sus canciones las marcas de movimientos sociales amplios, vinculados, por ejemplo, a la autonomía de la mujer, la democratización de los espacios públicos y la relevancia creciente de los medios de comunicación. Tal como en el primer volumen, eso de "historia social" asumía el vínculo entre la canción, el salón y la fiesta, según códigos de clase; este nuevo libro explica desde la música popular fenómenos hasta entonces inéditos, como el de las superestrellas radiales, la rapidez de las innovaciones técnicas aplicadas a la grabación y la necesidad de articular proclamas más o menos mesiánicas en tres minutos de canto.
Son innovaciones que prefieren explicarse antes por nombres que por hitos. De Camilo Fernández a Ricardo García. De Luis Torrejón a Hugo Beiza. De Ritmo a El Musiquero, y de Calatambo Albarracín a René Largo Farías, los nombres que destacan en estas 800 páginas no son sólo los de las estrellas del canto, sino también los de productores, locutores, arregladores, mánagers y revistas que contribuyeron a situarlos. La detención de la prensa de la época en los detalles técnicos es siempre elocuente de una ingenuidad candorosa: "Buddy Richard lanzó otra de sus hermosas composiciones que además él canta con mucha propiedad. Viviana es su título y con la técnica de regrabación Buddy canta a dúo con Buddy. Sale muy bonito", señalaba un artículo de Radiomanía de 1964.
En la frase anterior, Buddy no necesita apellido, porque alcanza ya la categoría de estrella que, a partir de la Nueva Ola, la industria disquera local cosecha con profusión. El libro fundamenta el "star system" de la época en la conjunción del trabajo de medios, organizaciones autorales y gremiales, representantes, giras y "la aparición del fenómeno del fanatismo y los modos de organización de público en torno a sus ídolos". Cualquier actuación del Pollo Fuentes levanta un nuevo estándar de histeria colectiva.
Esta es la historia, también, de entusiasmos y actividades acaso irrepetibles sustentadas en la música. Bailes con orquesta, festivales con grandes conjuntos, boites de categoría y guitarreos de peña: la música del período se comparte como un bien público que afianza amistades, expone talentos y mantiene a sus intérpretes con una agenda siempre ocupada y lucrativa. Tal como lo entendemos hoy, el marketing era un horizonte aún lejano, pero es éste el período donde el concepto de "industria del entretenimiento" se hace familiar y legitima lo que hoy damos por contado: la música asociada a modas y a cantantes que funden obra e intimidad; la demanda continua de cambio ("la moda desplaza cada día a la moda", denuncia El Musiquero, en 1969) y la cuasi hegemonía de la juventud como motor del mismo. "Por su centralidad, dinamismo, ductilidad y capacidad de regeneración", es la canción popular, y su incomparable efectividad sobre la memoria personal y colectiva, el formato ideal para sintetizar las pretensiones de esa nueva época de cultura de masas. Se hace inevitable comparar al grueso de la canción actual como un mal remedo de ese antiguo vehículo de auténtico relato social.
Este es el recuento fascinante de una innovación tras otra, pero también el relato de una sensación de crisis inscrita en el ADN de nuestra industria (la palabra crisis asociada a la música chilena está ¡muy lejos! de haberse empezado a usar con internet). El obituario será inevitable para las boites o los auditorios de radio (y, con ello, para la buena paga de los músicos en vivo), y el auge de la mejor balada hispana prenderá una ruidosa alerta entre los cantautores "comprometidos". En El Musiquero de 1968, Patricio Manns define a Raphael como "un producto híbrido, amanerado hasta acercarse peligrosamente a la feminidad, muy superficial y con temas de contenido anodino, escritos para no molestar a nadie". Su denuncia es elocuente de la añeja disputa entre dos modos de entender la música popular, pero también del inicio de una división por segmentos de audiencia que ya no tendría vuelta atrás, y que deja el final de este libro abierto en una frontera vibrante e intrigante, sin sospecha alguna de los dolorosos golpes humanos, comerciales y creativos que esa misma industria recibiría poco tiempo después.
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