Vivir en la autopista
Desde un ex traficante sorprendido con un AK 47 hasta una supuesta nieta del ex ministro Sergio Onofre Jarpa. Las autopistas urbanas de a poco se han transformado en el hogar de gente que escapa de su pasado. Este es un relato de la vida de un grupo de personas que vive en las entrañas mismas de las carreteras.

Las manos de José (40) se sienten tiesas y ásperas cuando las estrechamos. Son las 6 de la tarde y José viene llegando de su jornada de trabajo: recolección de cachureos, arreglos en casas de gente que conoce. José vive entre las dos autopistas de Vespucio Sur, a unos 100 metros de la Rotonda Grecia. Hace ocho años que está ahí, viviendo en una pieza que él mismo construyó, años viviendo en tierra de nadie, entre las comunas de Peñalolén y Macul, frente a un pequeño basural que se ha ido acumulando. Por los desperdicios, dice sin complicarse en nada, que “los ratones son parte de la vida”.
José se siente orgulloso de sus años como vecino de la autopista y dice que está ahí porque le gusta, que tiene opciones de ir a otro lado, a vivir con su madre, por ejemplo, pero que lo suyo es la adrenalina de la calle.
Acá hay que saber estar. Nos vienen a pegar y hay que estar listo para defenderse. La calle es de los vivos, no cualquiera la hace acá.
José, cuyo nombre real no es José, porque dice que tiene familia y le importa que no se avergüencen, vive con un amigo. Alejandro Rivera (33) no tiene problemas en entregar su identidad. Recién duchado en la casa de su madre, Rivera no parece alguien que vive dentro de una caja de madera en una autopista. Es elocuente, habla bien, pero las marcas están en su cara. El tabique de su nariz algo torcido. Una cicatriz aquí, otra allá.
Su historia oficial es esta. Rivera se va de casa de su madre hace unas semanas porque, después de la muerte de su padre, ella se quiere quedar con la herencia completa, aunque el testamento indica que se reparte en partes iguales entre ambos. Sin el conflicto zanjado, Rivera recibe 440 mil pesos mensuales del arriendo de tres propiedades dejadas por su padre. Además, trabaja en la feria vendiendo melones, sandías, descargando mercadería. Puede llegar a hacer 30 mil pesos diarios y, como José, también vende cosas que ha reciclado de la calle. El frontis de la casa está llena de esas cosas: triciclos, bicicletas, veladores. Dinero para gastar tiene.
Rivera y José parecen estar felices con su estilo de vida. Los autos pasan por arriba de sus cabezas rápido en las noches mientras en la oscuridad el tiempo para ellos pasa lento. Mientras son visitados por amigas del sector, se toma, se juega a las cartas, se habla, porque no hay electricidad. Ese es un tema. Ambos saben que, si llegan a colgarse a la luz, van a comenzar a hacerse atractivos para los ladrones del sector.
Pero esa es la historia oficial.
Más tarde, Rivera va a contar el pasado del que se intenta alejar instalado entremedio de dos autopistas.
***
Bajo la autopista Vespucio Sur, a unos 50 metros de donde están Rivera y José, hay varios grupos de personas viviendo bajo las carreteras urbanas. Desde el block 40 de unos edificios de cuatro pisos, construidos para los funcionarios ferroviarios, observan lo que ahí ocurre. Y lo que ven es un terreno baldío con personas que toman alcohol y hacen sus necesidades en la calle.
“Varias veces le hemos dicho a la Municipalidad de Macul que los debiesen llevar a una casa de acogida”, dice Marcial Godoy (84), directivo del block 40, mientras riega el jardín de la comunidad. “Les daría más dignidad a ellos y a nosotros también”.
Godoy dice que lleva 44 años viviendo en el sector y que nunca vio nada así hasta que se instaló la autopista. “Con la gente llegó un montón de basura y, además, los vemos tomar constantemente”. Godoy cuenta que hace tres meses los sacaron a todos, de la municipalidad se llevaron todo lo que tenían en un camión de basura. Pero que volvieron a instalarse rápidamente.
Luis Pérez, el presidente del comité, añade que el espacio debería ser ocupado por la comunidad. “En otras partes se hacen parques o canchas de baby fútbol debajo de las autopistas. Aquí quedó un sitio baldío que enrejaron, pero una porción de la reja se cayó hace dos años después de un choque y nadie la ha vuelto a parar”, asegura.
Ambos coinciden en que la cantidad de gente viviendo frente a sus casas ha aumentado en el último año y calculan que ya son unas 15 las personas que duermen frente a sus edificios.
El alcalde de Macul, Sergio Puyol, afirma que los terrenos que están bajo las autopistas pertenecen al MOP y que ya se está en conversaciones con el ministerio para hacer una suerte de feria bajo el metro y autopista que pasa por arriba de Vespucio con Macul. “Pero no todos tienen una situación mental buena”, dice. “Por ejemplo, la Clínica El Carmen los acoge con la condición de que lleguen antes de las 10 de la noche, pero muchos prefieren la calle, aunque afuera tengan temperaturas bajo cero”, explica.
Puyol reconoce que funcionarios municipales pasan a limpiar cuando ninguna de las personas que viven bajo la autopista se encuentra ahí. Pero por ahora no existen conversaciones con el MOP para recuperar el sector de Rotonda Grecia. “Sí voy a hablar con la alcaldesa de Peñalolén para que cerremos el perímetro”, promete.
La pareja compuesta por Miguel (47) y Alejandra, quien se complica para dar su edad, forma parte del grupo de personas que duermen en la autopista, cerca de la rotonda. Miguel sufre de una esquizofrenia que lo hace sufrir de alucinaciones auditivas, mientras Alejandra dice tener depresión. Ambos arrendaban una pieza en una casa donde viven 10 familias, a unas cuadras hacia arriba, en Peñalolén. Un grave conflicto con los vecinos los hizo preferir la calle. Primero se instalaron en el bandejón central de Avenida Grecia, sobre el pasto, pero los carabineros los sacaron. Según Alejandra, los mismos uniformados les recomendaron irse a vivir bajo la autopista, porque ahí los molestarían menos.
Mientras las ruedas de los autos traquetean en el pavimento de la autopista arriba, la pareja pide no ser identificada en las fotos, porque parte de sus respectivas familias no sabe que están viviendo en la calle. Miguel comenta que Alejandra es nieta del ex ministro Sergio Onofre Jarpa, mientras Alejandra, con sus anteojos rotos, sólo atina a asentir con la cabeza. Ambos tuvieron tiempos mejores, dicen. Ella, cuenta, fue reportera en un medio de su padre periodista. El, asegura, pasó un par de años por la Escuela de Arte de la Católica. Y ambos se juntaron para tener tres hijos, a los que apenas ven, porque, según Miguel, se los quitó su madre y su hermana por pegarle una palmada en el trasero a uno de ellos. A Alejandra se le caen las lágrimas al escuchar hablar de sus hijos y reconoce que no tiene los medios para tratar su depresión, enfermedad que la mantiene encerrada en un círculo vicioso alimentado por la vida en la calle. O la sobrevivencia. Esta tarde dicen no tener nada para comer, “aunque siempre llega algo”, asegura Alejandra. “Nosotros esperamos con ansias los viernes en la noche, porque nos vienen a entregar comida y ropa de organizaciones de caridad”, comenta la mujer. Para ir al baño cruzan al supermercado Santa Isabel que está en la rotonda y si necesitan ducharse lo hacen con baldes. El agua se las dan en un servicentro cercano. Aún así, ambos parecen no haberse bañado en días.
La escasez de recursos a veces es contradictoria. Miguel dice que Alejandra “es seca para pedir en el metro”, que en una hora puede hacer 18 mil pesos. El, además, canta en las micros. Y ambos reciben una pensión de invalidez de 70 mil pesos. “Necesitamos que alguien nos arriende una casa, porque plata para pagar tenemos”, dice Miguel. Aún así, esta tarde comentan no tener para comer.
A unos 50 metros hacia la Rotonda Grecia está Héctor Olea (56), quien trabaja haciendo arreglos en casas. A diferencia de Miguel y Alejandra, quienes tienen un colchón tapado por un techo bajo, como si fuera un ruco, Olea solamente tiene un colchón al lado de un pilar de la autopista. La Rotonda Grecia, por donde pasan los autos, está a apenas dos metros de él y sólo lo separa una barrera de medio metro de alto de la calle. Ya son varios los accidentes que le ha tocado ver. Sobre todo de motos, que resbalan o son chocadas por autos.
Olea es solo. Dice que su mamá está muy enferma, que no tiene relación con sus hermanos y que no tuvo hijos. Nadie sabe que está en la calle. Asegura que vivir en la autopista es algo circunstancial, que está ahí hace una semana, porque los dueños de la pieza donde vive están haciendo arreglos. Pero a medida que la conversación avanza, Olea muestra signos de que su situación es permanente. Habla de que en los inviernos el frío no es tan complicado, que entre el fuego y las frazadas se puede sortear el clima. Cuenta que hay gente que les deja comida y ropa, aunque su pantalón no tenga botón y tenga amarrada la cremallera con un alambre. Dice que para él es complicado salir a trabajar, que los funcionarios municipales son llamados por los vecinos cuando no están y se llevan todo lo que tienen en camiones. “Me han dejado un par de veces sin nada”. Y luego, cuando accede a que lo fotografíen, después de un rato, dice que las imágenes no son necesarias, que en su carné de identidad sale muy bien. Olea saca de su bolsillo una cajetilla de cigarros que no tiene cigarros. Adentro están su carné, su tarjeta bip! y otras tarjetas. Toda su vida está ahí. Pero al sacar la cajetilla de su bolsillo se le entrampa entre los dedos una pipa para fumar pasta base.
Olea apenas muestra su carné y guarda todo rápidamente con un gesto triste y avergonzado.
***
Seis años lleva viviendo Luis Burgos (56) debajo de la Costanera Norte, en la intersección con la Avenida Eduardo Frei Montalva, justo frente al edificio corporativo de La Polar, en Renca. Burgos cuenta que iba pasando con una mochila cuando vio un rectángulo techado perfecto. En ese momento decidió cerrar ese rectángulo y hacer ahí su casa, aburrido de vivir lejos de todo en un departamento de Colina. Para el terremoto de 2010 estuvo ahí, debajo de la autopista, pero dice que su construcción de madera resistió sin problemas.
Burgos no vive solo. Afirma que su novia, de 25 años, está afuera vendiendo helados y que con ella ya llevan dos años juntos. A ratos cuesta entender lo que Burgos cuenta y un tiritón en su cuerpo aparece constantemente. Habla de que tenía un trabajo limpiando en el Apumanque, que lo perdió, y que ahora se dedica a vender cosas que encuentra en la calle. Dice que nadie de la costanera ni de la municipalidad lo han intentado sacar, que en ese sentido está tranquilo. En la noche, el espacio lo ilumina con velas y se ducha con baldes con agua que le dan en La Polar. “A veces hay gente que nos pasa a dejar comida”, dice.
¿Cómo lo hace con la salud? ¿Ha visto a algún doctor?
Nunca he ido al doctor. No conozco a los doctores.
Mientras hablamos, su novia sale de la casa. Saluda a lo lejos. Tiene 25 años, quizás menos. Burgos baja la vista. Dice que se llama Soledad. Y no demora en entrar a su casa a acompañarla.
***
José y Alejandro Rivera son los amigos que recolectan cosas para vender y que viven a unos 20 metros de una calle que une las veredas poniente y oriente de la Vespucio Sur. Es decir, Macul con Peñalolén. Ambos cuentan que son conocidos por los vecinos, que se han ganado a la gente porque les “pegan a los que están domesticando”. Por ‘domesticar’ se refieren a los que están asaltando. Por eso, según ellos, nadie los molesta.
A diferencia de quienes viven bajo la autopista, el terreno donde están José y Rivera pertenece a la Vespucio Sur. Nunca les han dicho nada por vivir ahí. Carabineros y la PDI pasan preguntando por información de delitos cometidos en la zona de vez en cuando. Pero eso está difícil. Después de los cigarros y la confianza, ambos confiesan haber pasado varias temporadas en la cárcel. José viene de dos años en la Penitenciaría, después de haber sido sorprendido robando una casa en Peñalolén. La historia de Rivera, en cambio, es más cinematográfica. Perteneciente a la banda de “Los Marambio”, en la población Santa Julia, Rivera cayó en un operativo de la PDI en enero del año pasado con un fusil AK 47 en su poder, un revólver y un arma a fogueo, además de 880 papeles de pasta base y cinco plantas de marihuana. El parte de la PDI destacó el “alto poder bélico del clan familiar”. El recuerda que se tuvo que descartar si pertenecía a una organización terrorista por el tipo de armamento que tenía en su poder. “Pero no, lo nuestro era para defensa, de otras bandas sobre todo. Alguien en La Legua nos pasó el fusil. Allá se escucha la metralla toda la noche. Los fusiles ya están incorporados en las poblaciones más complicadas”, comenta.
Rivera pasó tres meses en la cárcel y se dijo a sí mismo que ya era suficiente, que tenía que dejar. Pagó más de un millón de pesos para que un abogado limpiara sus papeles y llegó a vivir con José, ahí en la autopista. Cambió las varias temporadas que pasó en la cárcel (una de las veces fue por cuatro años) por vivir en la calle. Lo que no ha podido cambiar son las adicciones. A pesar de recibir $ 440 mil en arriendos que le dejó su padre y de trabajar en la feria, Rivera dice que esa plata se le va en sus gustos: falopa, pasta base, alcohol. “Paso por etapas. Ahora sólo estoy tomado copete”, señala.
Y así se van las noches. Invitando a amigas al espacio con varias camas que tiene con José en medio de la autopista. Ambos parecen satisfechos con su actual vida ahí. José, su partner, que lleva seis años viviendo en la Vespucio Sur, dice que la única manera de salir es encontrando el amor.
-Pero no quiero una que sea loca-, asegura. -Les muestran un billete de cinco lucas y se van. Así no, así no.
Después suelta una carcajada fuerte. Como si diera lo mismo.
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