Chile, país lector
Una gran nación se eleva relativamente rápido. Es la empresa de dos o tres generaciones, y no de milenios. Su ascenso depende, en buena medida, de una disciplina compartida, que le permita acometer grandes desafíos y realizar importantes sacrificios. Por supuesto, la capacidad para generar esa disciplina, así como la fortaleza para sostenerla, sí tienen que ver con herencias e historias más largas. Pero no se trata de algo mecánico: pueblos muy antiguos, cargados de glorias pasadas, languidecen, mientras que otros logran reinventarse.
Chile es un país joven que tuvo un inicio destacado. A pesar de nuestra pobreza, o gracias a ella, se consolidó tempranamente una república y un Estado fuerte. Es una nación que, como muchos niños con infancias duras, se hizo adulta rápido, mientras que el resto de Latinoamérica sufría una adolescencia federalista y caudillesca. Ese país fuerte, incluso, se atrevió a la guerra y rindió bien en ese campo, hasta que la guerra llegó a casa junto con los guerreros.
Nuestro siglo XX es complicado, porque se trata de ampliar la república para que todos los chilenos quepan en ella. Y no era fácil. Primero el Estado se profesionalizó, y sus profesionales constituyeron una primera y pequeña clase media. Esta mesocracia en buena medida se servía a sí misma, y por lo mismo ofrecía servicios de buena calidad. El Estado de compromiso de 1925 fue su emblema. El problema es que el compromiso no alcanzaba para todos: los millones de campesinos y mineros que fueron llegando a las urbes, y especialmente a Santiago, durante la primera mitad del siglo se encontraron con un Estado incapaz de ofrecerles los derechos que la Constitución prometía, así como con un mercado incapaz de absorberlos. Esta frustración fue caldeando los ánimos hasta la explosión de los años 60 y 70. Éramos un país lleno de jóvenes con poco que perder, donde todos querían la revolución.
Y la revolución vino, sólo que no fue la que muchos esperaban. El capitalismo autoritario, que sacó también del marasmo a Singapur, China, Corea del Sur y Vietnam, tuvo su versión chilena. Y se logró enrielar un proceso de modernización que culmina con un país que no sólo recupera su democracia, sino que crece como nunca antes. Una nueva clase media, esta vez masiva, emerge de ese proceso. A diferencia de la anterior, no vive del Estado, aunque agradece su apoyo en múltiples dimensiones, sino de su esfuerzo privado.
El momento para pegarnos el gran salto –ofrecer por fin educación de calidad a todos y desarrollar todo el potencial de nuestra economía- estuvo al alcance de la mano. Íbamos a ser un país desarrollado. Sin embargo, los panes se quemaron en la puerta del horno. La impaciencia y las ganas de tomar atajos a última hora, además de la mala suerte, nos sacaron de pista.
Hemos terminado nuevamente en un marasmo, con grupillos asaltando el erario nacional en nombre de lo que tengan más a mano. En vez de producir, el sueño de cada chileno parece ser ahora instalar un peaje propio contra cualquiera que quiera hacer algo. Ecologistas, arqueólogos, mapuches, indigenistas, y tantos otros activismos e identidades, casi todos se han contentado a vivir como rémoras vendiendo indulgencias. La convención constitucional fue también la gran cumbre de estos chiringuitos.
Si Chile quiere recuperar el impulso y la ruta, necesitamos una reforma. Pero no sólo política, sino del carácter. Y su corazón deberían ser los libros: los protestantes europeos, los judíos y los seguidores de Confucio tienen en común la devoción por la palabra escrita. En vez de invertir casi todos nuestros recursos en brindarnos credenciales que no certifican nada real, mientras nuestra juventud pierde su capacidad de atención en teléfonos inteligentes que nos hacen tontos, el desafío de los próximos cien años debería ser erradicar el analfabetismo funcional de nuestro país y triplicar nuestro promedio de lectura anual (hoy es de menos de 6 libros). Volvernos una nación lectora, la capital mundial del libro. Disciplinarnos y movilizarnos en torno a ese ideal, que no tiene color político, podría entregarnos la fuerza para recuperar, por añadidura, la capacidad de trabajar y crecer.
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